Homero se sintió realmente cansado cuando caminaba a su casa, y
no cansado sólo de caminar, sino cansado de, más o menos, todo. No supo nunca
por qué, pero ese día decidió que ya no iba a hacer más lo que hacía, sino que
se iba a dedicar a leer, sentado en uno de los escaños promiscuos del
aeropuerto.
Pudo haber hecho cualquier cosa, pero hizo al fin lo que le
dictó la intuición –el azar, entonces–, que fue lo que ya dije: leer en uno de
los escaños promiscuos del aeropuerto. Y así entonces, así cada vez, y así cada
día.
Después de un tiempo, los empleados del aeropuerto comenzaron a
saludarlo. En un momento, se volvió parte vital del entorno. Leía
laboriosamente, lo hacía con una dedicación infamante, leía porque no sabía
hacer ya otra cosa.
–Usted siempre tan estudiado, don Homero... –le repetía el señor
que trapeaba.
Pero la verdad es que Homero no leía meramente por estudiar,
sino porque buscaba algo, por un lado, y porque ya no quería continuar haciendo
lo que hacía antes, que era tener una vida miserable.
A veces escapaba del asunto de los libros, y levantaba la mirada
para ver alguna extranjera que pasaba, y la miraba cuidadosamente.
Las mujeres a su vez lo miraban o no lo miraban. Algunas pasaban
de largo, otras le sonreían, otras buscaban
el título del libro que tenía en las manos. Pero Homero siempre ocultaba la
obra, por pudor o algo.
Y sin embargo, no eran libros pendejos, los que leía. No cabe
aquí enumerar sus lecturas, pero Homero no era un mero frecuentador de páginas
fútiles, decirlo basta.
La verdad es que yo aprendí a mirarlo con una cierta admiración,
aprendí a divagar ante la grandeza con- vencida que Homero había elegido.
¿Cuántas horas, cuántos días, cuántos eran los siglos que Homero postergaba con
una necedad litigante, para poder seguir las hileras de letras y su sentido? Y
pensaba yo en mis amigos o amigas de la universidad, que sólo hablaban de
carros y mierdas, y no podía sino sentirme hipnotizado por el destino simple de
Homero.
Yo entonces quería ser escritor (todavía quiero serlo). Y quería
leerlo todo.
II
Los años pasaron, y los días, y Homero siguió leyendo. Dormía en
su escaño promiscuo (solamente que ya no era promiscuo, el escaño, pues a esas
alturas sólo él lo usaba), rodeado de pilas de libros que se levantaban como
torres nemorosas y babélicas.
Las autoridades lo dejaban estar a cambio de algunos trabajos
gratuitos y módicos. Uno de ellos consistía en entenderse con ciertos
extranjeros, con algún polaco, por ejemplo, con algún eventual africano, con
cierto turco, y así, pues Homero era muy versado en la cuestión de los idiomas,
vean.
A cambio, lo dejaban estar, y leer.
En un momento, su cabeza empezó a ensancharse, a atrofiarse. Era
obvio que su forma de ver el mundo se volvió muy distinta a la de los demás,
así que la gente lo miraba con una actitud que estaba a caballo entre el
respeto y el temor.
Los había que le dejaban dinero, como si se tratase de una
persona que había que honrar, o de un mendigo. Y era ese dinero el que le
permitía comer croissants de jamón todo el tiempo, básicamente lo que a él le
gustaba comer. También tomaba mucho café, veinte, treinta tazas al día, y
también –cosa rara– fumaba habanos que le conseguían unas amigas empleadas en
el free duty.
Atrás había quedado aquella vida pávida y descolorida. Atrás
aquello.
III
La mujer entró por la puerta y Homero se fijó de inmediato en
ella, y ella en él. Creo que ambos sintieron una quebradura en el ambiente, o
algo así.
El asunto es que ella se acercó a Homero y sus libros, los
comenzó a recorrer con su mano delicada y griega. Homero la miraba,
hipnotizado. Había visto muchas mujeres, pero nunca a nadie así.
No hablaron mucho. No tardaron en entrar a los baños públicos
del aeropuerto, no tardaron en hacer el amor con impaciencia y ternura. Fue
todo un ritual bellamente atropellado.
Ella se fue del país, una semana después. Pero toda la semana
estuvo con él, y no dejó de admirarlo, de acariciar su cabeza atrofiada,
insondable. Una vez terminada la semana, se despidieron
con un dibujo de silencio.
Homero leyó, después del evento, con una rabia profanada, de un
modo irreparable y perfecto. Leyó sin terminar nunca de leer, leyó sin dormir,
leyó, desafiante. Podían circular a su lado hordas enteras, muchedumbres (el
aeropuerto se dejaba llenar por momentos de una manera escandalosa y
frenética), pero Homero no quitaba nunca los ojos de la página.
Por esa época, frecuentó no poco a Roland Barthes.
Y otra cosa: dejó de comer sus croissants con jamón, cosa que
generó una suerte de preocupación colectiva entre el personal del aeropuerto.
Pronto se dieron cuenta, de hecho, que si Homero se sentía mal, ellos también
se sentían mal; que si Homero se apagaba, se apagaba entonces todo el lugar. El
contagio era directo, eficaz. Y había que hacer algo al respecto.
Trataron con mil formas, le ofrecieron mucho, lo intentaron
seducir, lo invitaron, obedecieron todas las posibilidades. Contrataron incluso
a una mujer para que le brindara compañía, pero después de unos días, la mujer
prefirió dejarlo. Y lo dejó con perplejidad, sin entender del todo lo que él, con
todas sus lecturas, tampoco entendía.
Nada, entonces. Poco a poco desistieron los emplea- dos, con una
lenta resignación. Después de un tiempo, la gente olvidó el asunto, con esa
capacidad que tiene la gente de encallar en su circunstancia. No se dieron ni
siquiera cuenta cuando Homero empezó a regresar a su atmósfera anterior, y a
comer con la misma regularidad sus croissants, igual que antes. Y comenzó a
levantarse poco a poco. De un modo imperceptible, y tan minucioso, que nunca nadie sospechó, que nunca nadie dijo
nada.
IV
Yo, en cambio, sí que sabía. Yo, empero, noté todo, y lo anoté
también, pues pensaba siempre en hacer una historia, un cuento tal vez, sobre
Homero. Muchos días, tantos en serio, fueron los que lo llegué a espiar con
cierta soberana admiración. ¿Cómo era Homero?, me preguntaba. ¿Quién era? Y
pensaba en el cuento de Borges, en el Homero de Borges.
V
Esquilmar. Fumarola. Por esa época Homero empezó a hacer largas
listas de palabras, de aquellas palabras que coleccionaba durante sus lecturas
y que le habían por alguna razón llamado la atención. ¿Qué lo movía, a Homero,
a hacer sus listas interminables? No puedo decirlo, pero sospecho que él
sospechaba que en alguna de esas palabras, o en todas, estaba la clave de algo.
Onomástico. Impremeditación. Ecuánime. Chabacano. Celsitud. Poco
a poco, fue construyendo una nebulosa verbal, hojas y hojas de palabras y
letras, todas la variantes semánticas del ser atrapadas por la escritura febril
de Homero.
Leía y de repente exclamaba, se deslumbraba: había encontrado
una palabra de su agrado. La escribía pues con premura, ofuscado por su
sentido, por su musicalidad, por su lo que sea, y se quedaba pensativo,
pensando.
Llegué a considerar que Homero funcionaba de un modo tal que las
palabras lo conectaban con planos oblicuos
de realidad. En rigor, todos tenemos esa misma capacidad, pero Homero, tal vez,
era de sí un tanto más especial que el resto, y para él las palabras eran
puentes, salvoconductos hacia planos que ninguno de nosotros veía.
“En Homero, las palabras ejecutan una suerte de curvatura
ontológica”, anoté en un cuadernillo mío, que todavía conservo.
Conservo asimismo una veintena de cuartillas que logré robarle a
Homero, cuando dormitaba (sospecho que nunca dormía de veras). Las palabras se
agregan unas a otras sin orden aparente. Por ejemplo, aquí: peruanismo,
trastrabillar, hermeticidad, críptico, alcoholificación, peñascoso, empavesar,
humorismo, locuacidad, motejar, simulacro... Y así, sin parar. Una sucesión de
tintas, una fumosidad sin principio o fin.
Homero había construido un monumento quimérico, una lenta
recriminación, una letanía.
VI
Un día, las autoridades del lugar decidieron tomar algo del
presupuesto para contruir una biblioteca para Homero, que ya empezaba a tener
algo de legendario en torno de sí. Y si bien el tal presupuesto no era uno muy
ancho, y no solventaba ni siquiera la decadencia básica que gravitaba de un
modo ya ubicuo en el lugar, en el aeropuerto, se determinó que una empresa como
ésta era una prioridad de primer orden.
Y lo era.
Homero se había vuelto algo así como un punto de atracción, y
mucha gente empezó a desviar sus vuelos hacia el aeropuerto de Guatemala sólo para poder echarle un
vistazo a nuestro hombre. Turistas de todos lados hacían la parada obligatoria,
modificaban sus itinerarios, se las arreglaban para estudiar al hombre/ libro,
tomarle una foto, intentar hablarle –tarea inútil, por lo demás.
(Carcelero, alondra, espumarajo, excelso...)
Y bien, por eso y tantas cosas, las autoridades del aeropuerto
decidieron construir una biblioteca.
La biblioteca parecía por fuera una gran caja negra. Adentro,
los libros se amalgamaron de un modo escandaloso, en una inmensidad de ángulos
y libros. Un gran quórum de páginas escritas, una sustancia de signos
tartamudeantes, delirando en lo impreso.
Homero pasaba todo el tiempo en su biblioteca, sentado en su
escaño (arreglaron la cosa –los dos, tres o cuatro ingenieros que construyeron
el ambicioso lugar–de tal modo que el escaño quedara adentro). Organizaciones y
universidades le mandaban regular- mente un millar de publicaciones.
Le escribían las grandes figuras del mundo.
De Stephen Hawking recibió una larga y efusiva carta sobre el
cosmos.
Las yemas de sus dedos buscaban la página con sorda vocación.
A mí me dejaba entrar Homero a su biblioteca sin mayor protocolo
(nos conocimos alguna vez: le hablé, le dije mi admiración por él). Entonces
pude ver de cerca cómo la luz de la lámpara lo consumía con esmero, lo volvía
viejo y un tanto ciego. Pero su vejez no progresaba hacia la decadencia, no,
sino hacia un aura, hacia una forma de sabiduría secular. Sus ojos vaciaban las páginas con esmero y pausada avidez; cada vez se
volvía más inmaculado, transparente.
Adentro de la biblioteca se respiraba esto, esta santidad,
corroborada además por el clima artificial que habían dispuesto para que los
libros más viejos no se arruinaran.
El sitio era como una gran burbuja.
Afuera de la biblioteca pusieron televisores con las imágenes en
directo de lo que Homero hacía adentro de su lugar. Para que todos lo vieran.
Comenzaron a proliferar las ventas, y la gente a lucrar con los
souvenirs de Homero:
–Llévese su camisa de Homero.
–Llévese su fotografía de Homero
–Llévese su condón de Homero.
–Llévese su video de Homero.
–Llévese su pluma de Homero.
Un circo, la mierda.
Pero Homero no se dio cuenta de nada de esto, de lo que pasaba
afuera. Homero, siempre remitido a sus libros incesantes, no podía intuir que
afuera el mundo tenía sus intenciones propias y egoístas.
Homero, como siempre, sólo quería leer.
VII
Le llegaban a buscar los altos mandatarios religiosos, los altos
políticos, los grandes teóricos, los artistas. Desde el Papa hasta Chomsky,
Madonna, Mario Vargas Llosa...
Pero Homero no les dedicaba demasiado tiempo, pues prefería, lo
cierto, leer y hacer sus listas de palabras. Galimatías, nefrítico. Sus listas
y leer y poco más.
Sólo de vez en cuando se quedaba realmente hablando con alguno:
rara vez.
Los empleados del aeropuerto le llevaban tributos, como a
Maximón, le llevaban cosas, pues en verdad lo confundían con un santo, con una
aparición, qué sé yo. Y en un momento ya no eran solamente los empleados del
aeropuerto, sino eran filas y filas de gente, en un momento eran personas de muchos
países, verdaderos peregrinajes, en un momento eran los novios con problemas,
los cancerosos, los burócratas sin dinero, las señoras engañadas, los
adolescentes perdidos, las cofradías mayas, los escritores frustrados, la
izquierda anarquista, los rockeros, insubstancialidad, numerario, el CACIF, las
drag queens, los narcotraficantes, los diseñadores urbanos, los
patinetos, las madres de la plaza de mayo, los activistas pro/Tibet, los pinochetistas,
los mendigos del Portal, Willy Crook y los funky torinos, el FGLI (Frente
Guatemalteco para la Liberación Islámica), periodistas y periodistas, los
colegios (visitas guiadas), Lucien Freud, los cabalistas, la directiva de
Telefónica, las organizaciones ambienta- listas, Paty Smith, la ex guerrilla,
Cronenberg, el Dalai Lama, Ricky Martin, aristotelismo, coloniaje, estridencia,
querellador, cardiografía, disgregación, tragicómico, ingenieros de la
Microsoft, los zapatistas, Karl Popper, un grupo de fans de Elvis, los gays,
los neonazis, pusilánime, las congregaciones evangélicas, argelinos de París,
infausto, el FRG, envoltura, dimensión, las más poderosas multinacionales, y
así tanta gente, filas de personas, imposible nombrarlas a todas, soborno,
testamentario, impenitente, contextura, filogénesis, eran tantos, tantos...
Un día bajó Antonio, el niño atrofiado, del avión. Era el hijo
de Homero. Su madre (aquella, desde luego) había muerto. Antonio tenía entonces
diez años.
Homero recibió a su hijo con desconcierto. Aquella paz, aquella
distensión: esfumado todo, sin preámbulos. Algo sucedió visiblemente en Homero,
algo directo y total, que habría de cambiarlo para siempre.
El primer cambio –y el definitivo; el más escabroso– se dejó ver
con prontitud: Homero dejó de leer. Así nomás. Todo su tiempo se lo dedicó a su
hijo.
Así lo dictó una especie de convocación interior, una voz muy
venida de lo hondo, de atrás. Todos los instintos, todas las pasiones, todos
los síntomas, todo unificado en la figura del hijo.
“Un llamado al unísono”, anoté en mi cuadernillo.
Homero abandonó su biblioteca y salió por primera vez del
aeropuerto. Quería enseñarle a Antonio cosas, quería transferirle realidades,
colores, biologías, construcciones. Cosas que él había visto antes, y que había
guardado en la memoria. Cosas que su memoria y el tiempo habían ya deformado. Y
pasó que como Antonio observaba por primera vez un entorno, también Homero lo
observaba por primera vez, pues ya lo había olvidado.
Se dedicaron ambos al vagabundeo, al azar.
A Homero lo dejaron, lo dejamos de ver en su biblioteca, y algo
así como un pánico general comenzó a amotinarse en el ambiente. Imaginen.
“Una yuxtaposición de sentimientos irracionales, una voluntad
sin dirección, una masa sin coordenadas.”
(Yo escribía mis notas, mi botánica de ideas y justificaciones.)
Aquí podía pasar, en rigor, cualquier cosa. Si Homero no
regresaba a su sitio, un orden iba a romperse, un equilibrio a quebrarse, algo
a suceder. Era, lo pienso bien, como si un centro de energía decisivo y
luminoso se había súbitamente desaliñado, había perdido su consistencia, y el
empalme con la lucidez se había básicamente fracturado entre toda esta gente
–yo temía una felonía, un mitin, un linchamiento, una carnicería...
Por esa época comenzaron las pesadillas. Soñaba yo que tenía gárgolas
oscuras en las tripas.
IX
Pero Antonio desconfiaba de su padre, y en el fondo le guardaba
un odio secreto y licencioso. Al principio, lo dije ya, iban juntos, y todo
bien, pero después, Antonio, el niño atrofiado, empezó a mostrar síntomas
irrevocables de rebeldía.
Quizá le recriminaba nunca haber estado allí, que es el cliché
básico de los libros y las películas. Tal vez había una razón del todo más
compleja, más inesperada. Quizá no le gustaba su padre y ya.
Lo cierto es que empezó gradualmente a divagar solo. Si empezó
con travesuras inocuas, después su comportamiento pasó a ser anchamente
perturbador. Ponía en marcha los más oscuros complots, consagraba las felonías
más impensables. Buscó las drogas. Alguna vez intentó poner una bomba en el ala
de un avión, en el aeropuerto. La bomba no estalló por una mera casualidad.
Antonio se había vuelto un incendiario, un ente sarcástico y
negro, un maximalista, un ácrata sin remedio.
Su padre no pudo soportarlo, pues le había tomado ya un cariño
descomunal. Intentó hacerlo leer un libro:
–Ya lo leí, y es una mierda.
Y probablemente ya lo había leído, pues Antonio tenía una
curiosidad, una inteligencia anormal, una inteligencia atrofiada; como la de su
padre, pero en negativo.
El libro era El banquete, de Platón.
Un día Antonio le pegó a su padre una bofetada seca y
definitiva, que lo mandó al suelo de una vez. Le escupió encima. Le pegó una
patada directa, una patada de odio. Tuve que intervenir para detenerlo.
–Me voy de putas –dijo, soltó una risotada.
Homero quiso lisonjear su autonomía, su rigor, su integridad con
lo individual. Sólo sacó de ello un desprecio. Cualquier comentario de hecho de
su padre le provocaba a Antonio una ira y una llamarada. Le molestaba esa aura
nobilísima de su padre, ese altruismo. Antonio prefería la ironía, prefería la
indiferencia, prefería a Nietzsche.
Antonio estaba maquinando, siempre maquinando. Tenía mil
proyectos de ira en la cabeza.
“Antonio, siempre al borde de todo, ajeno a cualquier
manifestación de vida, en la orilla que lo acerca a lo negro. Su ideal más alto
sería lograr una paraplejía del sistema.”
Nadie podía siquiera hablarle, dirigirle la palabra. Le gustaba
contestar con un filo, rasar con argumentos: tempestuoso, vital, decadente.
Estaba sucio siempre y con un hule en el brazo, que ya no se
quitaba siquiera. Se pinchaba en los baños del aeropuerto.
X
Su padre terminó por desesperar. En su cuerpo: una ubicuidad
mala, un declive. Daba pena ver al pobre Homero, daba mucha pena. Vean:
desharrapado, roto, delirando en el aeropuerto, profiriendo letanías sin
sentido. Nada quedaba de aquel antiguo Homero, nada de su antigua sabiduría. ¿Y
el aire de santidad? ¿Y las lecturas interminables? ¿Y aquello, pues?
Pasaba profiriendo para sí, susurrando, automático:
–Homólogo, interdicto, pornografía, reclusión, enigma,
altilocuente, estruendo, garboso, interpolación, sátrapa, todopoderoso...
Vasallo de su tristeza, el pobre Homero caminaba como un
mendigo, sin atributos –una barba larga y maloliente le colgaba del rostro sin
vida. Me lo topé una vez. Estaba en un rincón, y comía una zanahoria cruda.
–Homero, qué pasó contigo, Homero...
Pero no me reconoció. Le compré un croissant; lo miró algo, casi
pudo ver o recordar, diría yo, pero nada. Eso sí: se lo comió con un placer
pretérito, con una fruición instintiva (el cuerpo es la única memoria de los
que no tienen memoria). Le dije una palabra afectuosa, me despedí. Un ángel se
había borrado.
–Huella, escocedor, guerreante, incontaminado, teatralización,
venialidad, repostería, decoroso, bodrio, contraseña...
Fue la última vez que le vi, que quise verlo. ¿Cuántas
malversaciones de la existencia, cuántos qui pro quos en el camino?
Miles de lecturas se perdieron cuando se echó a perder la cabeza de Homero. Esa
cabeza acogedora de palabras y palabras se había vaciado enteramente. Y lo
mismo habrá pasado no sólo con Homero, sino con innumerables rostros en la
historia: palabras escritas, leídas, olvidadas. ¿De qué sirven entonces mis
lecturas, de qué esta página? Lo único que hacemos los hombres es perpetuar el
olvido.
XI
El aeropuerto se volvió un burdel. Tal y como lo tenía previsto.
Gente rezando de rodillas por la salud de Homero. Grupos de adolescentes y
vándalos rompiendo todo en el lugar. Había incluso personas que se suicidaban
–se plantaban delante del avión que aterrizaba.
Y así un millón de cosas.
El malestar general se había depositado en torno a la biblioteca
de Homero. Tanto así que un día, en una suerte de pánico, la gente irrumpió en
el lugar, ya grávido de telarañas y abandono, y lo destruyó. Tomaron todos los
libros, hicieron una enorme pira que le hubiese dado envidia a Ray Bradbury.
Las páginas crepitaban en la sentencia de fuego, se consumían sin protocolo,
sin lucha. Alcancé a rescatar una vieja edición del Fausto, que aún
conservo.
Los negocios empezaron a quebrar, uno a uno. El mundo dejó de
comprar los souvenirs de Homero, el mundo dejó de ir a Guatemala, el mundo pasó
a otra cosa. Bueno, al principio sí que hubo mucho ruido en la televisión,
entre los altos mandatarios religiosos, los altos políticos, los grandes teóricos, los artistas. Luego el
asunto mermó.
Varios de los empleados del aeropuerto –aquellos que habían
estado realmente cerca de Homero por años y años– dieron claras muestras de
locura, y los encerraron en una clínica siquiátrica. Allí mueren.
Una sociedad egregia, un paraíso derrumbado.
XII
Recién me enteré que Homero ha muerto. Pobre, murió en lo frío,
parece, sin nadie consigo, probablemente recitando sin brújula listas
inclaudicables de palabras.
Hay vidas así.
¿Cuál habrá sido la última palabra que le vino a la mente, justo
antes de morir? ¿Habrá encontrado la Palabra? ¿O habrá sentido de súbito, como
en una epifanía extraña, el rostro de aquella remota mujer, de aquella mano
delicada y griega?
De la enorme biblioteca y todo el circo que la rodeaba ya no
quedó nada. Al director que mandó a construirla se le efectuó una auditoría y
lo echaron, desde luego.
De Antonio, el niño atrofiado, supe bien que se dedicó a la
prostitución en las calles del Centro. Me parece haberlo visto, de hecho,
hablando alguna noche en una esquina con un señor gordo, un señor de esos:
fantasías, perversiones.
Yo escribo de vez en cuando. Mis pesadillas –las gárgolas– son
cada vez menos frecuentes.
Creo que me voy a leer. Aunque tal vez me voy mejor al parque, a cualquier escaño promiscuo, a mirar a las palomas comer el pan que la gente les tira, como en la canción. Al fin de cuentas, es verano: el sol invita.