Todos hemos visto aviones por dentro, todos los aviones son
iguales, todas las personas están sentadas en el avión, y el avión está a punto
de despegar. El niño, es la primera vez que el niño se sube a un vehículo
aéreo. En su mente, la experiencia es sublime y única. No así en la mente del
ejecutivo que está en alguna otra área del avión: para él la experiencia es
aburrida y clónica. Con un gesto de desenfado pide algún whisky, cierto alcohol
contundente.
Vamos a otra parte del lugar. El retrete, por ejemplo. Un
adolescente, tierno y adolescente, está defecando de un modo apurado, tierno y
adolescente. Sabe que tiene que darse prisa, y pronto, pues el avión no tardará
en subir.
Creo bien que una señora, más allá, siente una náusea
persistente, indeterminada. Es quizá el cáncer. Es el cáncer. Veamos adentro
del cuerpo: miren por ustedes mismos: el tejido: se muere. Intenta entrar al
baño, pero el baño está siendo utilizado por un adolescente tierno y defecante.
Sentado en el asiento D-4, el escritor desespera: le gustaría que el avión
tomara vuelo; podría abrir su laptop y empezar un nuevo cuento, una nueva
historia.
II
La historia ha empezado.
La historia, diría yo, de la azafata nostálgica; la nostalgia es
respecto a su novio que ha muerto. Otro día habríamos visto en ella a una mujer
terminante, bella, escandinava, intimidante. De esas que lo ponen a uno en su
lugar –literalmente. Pero hoy no: hoy nostálgica, hoy neurasténica, y alguien
podría decir que un poco patética, o bastante.
La azafata piensa que le faltan tantas horas de viaje, y no sabe
siquiera cómo empezar a sobrellevarlas. Su caso es delicado. Quiere entrar al
wc, pero el wc está ocupado, quizá por un adolescente.
Yo digo que hay una suerte de doble personalidad en la realidad
de esta azafata. Por un lado tiene que denegarse para conservar su trabajo; por
el otro tiene que atender su tragedia íntima, su mundo interior. Horror,
histeria.
–Permiso –dice un señor.
La azafata –es rubia, es fina, su nariz es fina– lo mira con
rencor. Últimamente le ha dado por odiarlos a todos, sentir desde su conciencia
escarbada la estupidez humana. Considerando su rama de trabajo, no es un
sentimiento, digamos, conveniente.
El primer altercado fue con una señora: el rostro masivamente
pintado, los labios gordos, la mirada bovina. Gorda, moralista, un cómic. Y
para exagerarlo todo, a su lado una hija fronteriza, inquietante. La señora se
resistía a ponerse el security belt. Lanzaba mugidos transpirantes cada
vez. La azafata al principio se portó muy bien y correcta con esta mujer/vaca;
después sólo quiso golpearla, defenestrarla, hacer daño. Una azafata
enfurecida.
La tuvo que reemplazar diplomáticamente esa u otra compañera.
Luego: un tipo que quería tomar té, pero no cualquier té; quería
un té que no manchase los dientes. Era un cantante de pop del tercer mundo,
nada menos. La azafata detuvo su mirada en sus dientes impecables y asquerosos:
sólo pudo esgrimir un trazo de rencor, un gesto cadavérico. A estas alturas,
era ya más o menos evidente que no estaba en condiciones de atender a estas
personas. Y lo que es más: vamos adentro, como lo hicimos con la mujer del
cáncer, aunque más adentro, a la conciencia de la azafata: es cierto que ya
empiezan a haber serios rasgos de locura, como manchas negras y mentales.
¿Y cómo explicarle que sólo tenían una marca de té en el avión,
y que no manchaba los dientes? La azafata está revolviendo su bolso,
encontrando los tranquilizantes. Encuentra el último de todos los que ya ha
tomado; los efectos se dejan sentir de un modo afable y automático. Entonces se
asoma a la ventana, y afuera el cielo es azul como una conspiración del
absoluto.
Y es cuando le nace la determinación. La azafata, en una suerte
de intersticio moral, decide echar el veneno en la comida. Habría que ver cómo
el dolor nos puede sustraer de un orden ético para introducirnos en
causalidades singulares, psicologías, pero eso otro día. Por ahora atendamos
los gestos de la criminal: es arsénico lo que está echando en la comida de
todos los pasajeros.
III
El adolescente que pensábamos que estaba defecando en realidad
está escribiendo una carta de amor.
Una carta de amor.
A estas alturas. ¿A qué altura estamos? A 30 mil millas de la
acera más próxima, el adolescente escribe y lloriquea, como un verdadero
idiota. Eso mientras, un ejemplo, el escritor está pensando en una historia
trascendental y en el fenómeno singular de la barestesia; eso mientras la
azafata se ha encorsetado en una locura decisiva y enredada; eso mientras un
hombre come perversamente hormigas; eso mientras la señora se muere de cáncer,
y tiene náusea; eso mientras el niño atrofiado lleva una bomba fundamentalista
debajo del asiento; eso mientras el ejecutivo se preocupa pues su mujer es una
puta; eso cuando el piloto es responsable de tantas vidas humanas: el
adolescente escribe sus cositas de amor.
Lo que bien es cierto es que hay una suerte de defecación en la
forma como escribe el adolescente a su novia, una prosa mala y disentérica que
sale de la tinta de su pluma. En el pequeño espacio del retrete, estrecho,
aislador, incómodo, subrepticio –el lugar elegido para pactar pasiones y
subsanar la soledad–, allí nace lo cursi.
La página se va dejando llenar por una tinta atezada, amorosa.
Si supiera el adolescente que ahorita mismo a su novia le están dando por el
culo. Su mejor amigo.
Ay, nunca debió subir a ese avión.
IV
Pero el lector ha olvidado que hoy es el cumpleaños del niño
atrofiado. Y bueno, y bien, el niño atrofiado ha decidido, para celebrar, poner
una bomba en el avión, en nombre del Frente Guatemalteco para la Liberación
Islámica. Comprenderán que el niño atrofiado tiene una afición alta por las bombas, y comprenderán –o no– que quiso
unirse a esta facción maximalista, no por la causa en sí, sino por cuestiones
de radicalidad. Además, hoy el niño atrofiado se siente canjeable, dispuesto
sin más a perder la vida.
La bomba es compleja. Podemos recorrer los filamentos, los
dispositivos electrónicos, la sustancia digital del artefacto.
Al lado del niño atrofiado está sentado un escritor, y el
escritor escribe en su laptop. El niño alcanza a leer la primera frase de lo
que escribe: “Todos hemos visto aviones por dentro, todos los aviones son
iguales, todas las personas están sentadas en el avión, y el avión está a punto
de despegar”. Ríe un poco para sus adentros, el niño atrofiado, y sabe que
debajo una bomba espera.
Al niño atrofiado cualquier idea de periferia le resulta
fascinada. ¿No podrá ser eso el gran defecto de su genialidad? No. En todo
caso, ese defecto es su genialidad, si lo medito un tanto. (Debí pedirle a esa
azafata un whisky.) La inteligencia no tiene que ver nada con el ímpetu moral,
muchas veces. El talento no es judiciario a priori.
Dejo un rato de escribir, y para distraerme miro a mi vecino de
asiento: su cara calculadora, omisa. No puedo saber que debajo de su asiento
lleva una bomba, pero igual no soy de la clase de personas que le da
importancia a esa clase de cosas. Lo importante más bien aquí es lo intrincado
del personaje: anuncio la lucidez cuando la veo, y este chico de eso tiene
mucho. Y lo digo yo, que no soy muy vecino de los elogios. Feliz cumpleaños,
niño atrofiado.
El niño atrofiado, decía, se ha metido con los fundamentalistas.
Antes de eso, le dio por la telepatía, la necrofagia, el psicoanálisis, el estudio de coleópteros, el
diseño gráfico, y así muchas cosas. Es un personaje un poco errático. Lo que sí
es que siempre todo lo hace por servir el horror, eso de cadencioso que hay en
el horror, eso de genial que hay en el horror; y para acabar con la honda
recesividad y sandez del género humano. Admitamos que hay alguna tristeza en
todo esto, una falta de tacto. Es lo de menos.
V
Por alguna razón todavía ambigua se apagó de improviso la laptop
y, mierda, se borró buena parte de esta historia. Pasa. Esperamos que eso
perdido permanezca de un modo tácito en la historia, como una tensión invisible, imposible. Igual ya se me ocurrió otra cosa.
Se me ocurrió lo siguiente: es un hombre amarillo, es decir
demacrado, sí, es decir como sidoso. Tiene costras en los brazos, y la persona
a su lado, que no lo conoce, vecina de asiento, está nerviosa, está incómoda, a
punto del pánico, y pensando en decirle a la azafata que le cambie de lugar, por
favor. Pero estaba intentando describir a un hombre, y si algo aprendimos de
los decimonónicos es a hinchar una prosa por medio de descripciones agenciadas
y a menudo aburridas. Al dato de la piel y las costras, se agrega: la camisa
del hombre está como manchada o sucia, y el conjunto resulta más bien sórdido;
el hombre ríe con una risa discreta, convulsa, escandalosa, silenciosa,
nerviosa; tiene entre las piernas un frasco lleno de hormigas.
Y aquí vale detenerse. Porque este personaje ya raro de sí abre
de cuando en cuando el frasco, con una mano que tiembla y perversa abre el
frasco, toma una de estas hormigas –más bien voluminosas–, y
se la mete a la boca. Y mastica la hormiga, y se la traga, vaya. Entiendan de
una vez cómo este hombre se ha arrimado a una forma muy particular de locura.
Las hormigas están vivas dentro del frasco, no lo dije, creo,
están vivas, y son todas como un cuerpo excitado y biológico. De esto que acabo
de contar –los bichos– nada sabe la vecina, que ha optado por apartar lo más la
vista del sidoso –aunque en rigor no sabe si es sidoso, como tampoco nosotros,
y aunque lo fuera, aunque fuera sidoso, no habría razones para comportarse con
semejante grado de insensibilidad, ¿no es cierto?
No desviemos. Pues si no hay razón para ser despectivos con los
sidosos, supongo que sí la hay para con los que comen hormigas vivas en un
avión. ¿Cuándo se ha visto?
Entonces la vecina no sabe, ella, pero en un momento, de un modo
lateral y efímero, percibe algo de la escena; ah. Hubo como cuidado en su
grito, hubo como una diligencia en su temor evidente. Justo alcanzó a ver
cuando el tipo tomaba un puñado de hormigas, y directo a la boca, y había en
ese acto algo de profunda- mente, morbosamente cauterizante, bastaba con ver el
rostro agraciado, los ojos levantados con ligereza, el horror, el placer.
VI
Finalmente, la comida. Tengo tanta hambre.
VII
Su familia, su impecable carrera, su responsabilidad sin
errores: el cielo. El piloto mira el cielo, desde su grandiosa atalaya, y es
como si toda esa vastedad estuviese dentro de él: así de completo y sublime se
siente. Cuántas veces ha visto eso delante y sentido un inmenso presente, un inmenso
y acabado presente. El cielo tañido de cielo, el cielo abarrotado de cielo.
Siempre, desde niño, quiso ser piloto. Su vida transcurrió con
tino y sin quebraduras: sólo aquellas que lo hicieron un hombre mejor. Fue el
hijo perfecto, el punto más alto de la entelequia familiar; sus calificaciones
fueron drásticas y hermosas; físicamente dotado, físicamente robusto,
físicamente ejemplar; solidario con sus amigos y cualquiera; y tenía –es la
misma de hoy– una novia bella y elegida, que le ha dado dos hijos gratos y
saludables.
¿Quién no podría sentirse de súbito conmovido por el firmamento,
eterno de firmamento bajo estas circunstancias? El cielo último, en donde todo
empieza. Salga el lector del vehículo y compruebe: el avión como un cuerpo
sereno, yacente y levitado en la inmensidad. Una inmensidad que no denota nada,
salvo lo bello en sí.
El piloto piensa en todos sus pasajeros, sus amados pasajeros,
buenos cada vez, confiados en la labor suya, trascendental de cruzar el aire.
Son incontables sus horas volando, y bien quisiera tener tanto más de tiempo de
vuelo en su haber. Es la verdad que nadie puede arrancarle esa ambición amable
de las manos. Cerca de sí lleva siempre ese libro de Saint Exupéry.
Mis preguntas son las mismas de él, a veces, aunque totalmente
distintas. ¿Quién dibuja a perpetuidad lo azul? ¿Quién impide la balcanización, si hay que decirlo así, de
todo esto, de esta sustancia indivisa? El piloto que nos lleva es uno que ahora
no sabe responder a nada de esto, pero que igual se siente bautizado, incalculable,
calmoso. El cielo, escribo, es el vapor de la historia, cuando la historia se
ha decantado de todo su cinismo.
El piloto piensa en sus hijos y familia, ninguna zozobra lo
alcanza. No estaría tan hermosamente feliz si supiera que en poco tiempo va a
estar muerto.
VIII
Un whisky, por favor.
Un ejecutivo de mucha firma pide un whisky. Está de mal humor pues no pudo amarrar un negocio que le iba a llenar
de más dinero. Está de mal humor pues se ha dado cuenta –en una especie de
lucidez, ya muy rara a esas alturas, a estas alturas– que no tiene ningún
encanto, excepto el encanto que se deriva del dinero, y no es lo
suficientemente idiota para creer que ese es un encanto real. Está sobre todo
de muy mal humor porque ha pensando en su mujer.
Un whisky, por favor.
Piensa ahora en ella, en su mujer, piensa con gentileza y
ternura que es una puta. Que le está engañando. No tiene de ello ninguna
prueba, pero la puede imaginar desnuda, sudorosa, exhibida, puede inventar para
ella una sonrisa de poder y placer. Cuánta falsía conyugal, es lo que piensa,
sólo que en otras palabras.
Un whisky, por favor.
A su lado, un tipo escribe en una computadora. Esos tipos que
escriben siempre tienen lo suyo de maricas. Pide otro whisky. Lo podría matar a
golpes. La podría matar a golpes. Es que ya se le está subiendo el alcohol a la
cabeza, es que ya no tiene por qué darle más dinero, más carros y dulces joyas
por la noche. Entre la numerosidad de cabezas, hay una cabeza que piensa con el
hígado. Un hígado –nuevo acercamiento narrador y cinematográfico– bastante
destruido, acomplejado por zonas, espontáneo en su destrucción; si fuéramos
dibujantes del cuerpo podríamos entender mejor que eso es el lóbulo derecho y
aquello el canal cístico, pero los detalles son difíciles de conseguir en una
prosa, a veces.
Un whisky, por favor.
El ejecutivo le mira el culo grácil a la azafata.
Lástima que se mira –su rostro– tan descompuesta, esta mujer. Una sesión de sexo refulgente con ella es lo que
quiere. Ligera erección emocionada debajo de los pantalones. La llama, pide un
whisky, intenta una línea sutil y seductora, que por supuesto no funciona. La
otra lo manda a la mierda. El primero se comprueba como un ente novicio e
incipiente, sin gracia y fascinación, el descrédito del buen gusto y la
atracción. Razón de más para enfadarse, e imaginar a la azafata desnuda, suya y
sucia. Y lagrimeando, feliz en el dolor, comprada.
Un whisky.
Feliz en el dolor, comprada. Eso le haría sentirse menos
masticado y ebrio. El ejecutivo comienza a sentirse jactancioso, opuesto y
borracho, efectivamente. Y si bien quizá le gustaría darse una raya de coca,
bañarse, detenerse (eso hará al llegar a su destino, al cual nunca llegará,
según ya se dijo), no le gustaría perder
esa rabia que siente ahora; con la rabia adentro es más fácil matar a una
persona, digamos a su mujer.
IX
Del otro lado del avión, ahora. El escritor ha elegido pocos
personajes para esta historia; pero esos pocos elegidos contienen la cadencia
suficiente y necesaria para perpetuar las cuartillas y las narraciones.
Historias actuantes, distintas, y conjuntas. Es lo que el escritor quería.
Nos toca ahora lidiar con el cáncer, por fortuna no el nuestro,
todavía (bueno, eso creemos), pero sí el de esa señora que piensa tristemente
en su enfermedad. En cada pensamiento suyo podemos notar un pensamiento
sobrante y adherente, como un organismo fagocitario, y es el pensamiento de que
va a morir, sin ninguna duda. Basta con hacer la biopsia de varias ideas que le
cruzan la cabeza: en todos ellos se encontrará la misma larva destructora e
identificable de la muerte.
La única manera de escapar de este proceso triste es decapitando
toda idea: sumergirse en la inconsciencia. Por eso la señora intenta dormir, y
a ratos lo consigue. Entre sueño y sueño lee un poco de su libro (Hojas de
hierba) y la mezcla entre ambas cosas –el sueño, el libro– se le impone
como algo extraño y surreal, no siempre afable.
También intenta, la señora, combatir la certeza de su cáncer por
medios conscientes y sugestivos. Se obliga a tener pensamientos de benignidad y
bonanza. Casi puede decir que lo consigue, a veces: un pensamiento puro, sin
manchas. Pero es un ejercicio fatigante y peligroso: a la larga desmoraliza
todavía más, lo cierto.
Es imposible elucidar la materia.
La materia es embargante y fanatizadora.
La materia se muere.
¿Para qué intentarlo? Es ya poco lo que falta –un año lo más– y la vida se ha vuelto eso muy cadavérico, como ella
misma, eso caduco y cadavérico, irremediable. No tengo remedio, comprueba la
señora, con lágrimas abundantes, y no puede pensar en la reacción de sus
vecinos de asiento, que se sienten incómodos, no saben del todo qué hacer.
X
Tratemos de hacer el desenlace lo menos garabatoso. ¿Quién el
primero en sentirse incómodo, ligeramente fuera de lugar, levemente
estrangulado? Ese señor, me lo parece. ¿Cuál? Ese mismo, el que justo ahora
pide a la azafata un vaso de agua, y cree ingenuamente que debe ser un mareo de
avión, que ya se le pasará. Pero no es un mareo de avión, desde luego, es el
veneno que empieza a florecer en los pasajeros como un designio inevitable. No
tarda mucho el señor en vomitar la comida y los demás le miran con hondo asco,
pero ya saben, saben también ellos que hay algo de muy morboso y definitivo en
su organismo. De pronto son todos y cada uno los que empiezan a dar el síntoma
mortal, decisorio, inconcuso.
Imaginemos: cómo se aferran a su pareja, a su amigo, a su mamá.
Esa niña está azul, o verde, o verdeazul. La señora/vaca, que antes apareció en
este relato, se fatiga en convulsiones hasta cierto punto cómicas, pero
dramáticas. Yo mismo estoy sofocado, pero me aguanto mucho, pues un escritor no
flaquea.
Lo menos es terminar este relato, digo yo.
Sin embargo, no es fácil. Puedo sentir por dentro cómo mi
vientre se resuelve en contracciones brutales. Por favor, no teman en
acercarse: es imperativo para este relato que el lector conciba en toda su
exactitud la tonalidad violácea y oscura del envenenado. Ese color escogido por
la muerte es el mismo con el cual un pintor podría pintar un cuadro alegórico
cuyo título podría llegar a ser, con alguna cursilería, La jubilación del
porvenir.
Sensaciones caleidoscópicas atraviesan las mentes de los
viajeros, a punto ya de emprender el viaje total. ¿Qué podrá sentir el niño,
ese niño que ha tomado por vez primera un avión? Creo bien que no va a guardar
ningún recuerdo afable, creo bien que no va a guardar ningún recuerdo, creo que
ya está muerto, de hecho. Espanto. Cada cual gritando, cada cual diciendo su
manifiesto de horror y vómito y verdad.
El niño atrofiado, sentado a mi lado, me dice como inmune a su
muerte, profundo de fascinación:
–Es perfecto, perfecto...
Entiendo que es perfecto, sobre todo escribible, muy literario
en suma, pero tengo un poco de miedo de no poder terminar este relato, que
escribo a toda velocidad. De alguna forma tengo que apropiarme del pánico y su
narración eficaz, sus causalidades ardientes. Soy realista, empero, y decido
urgentemente que no voy a describir los rostros nublados, poco tiempo ya, mejor
lo dejo a la imaginación del lector, que espero sea muy imaginativo.
El hombre que tomaba el whisky está llorando como un niño, como
el marica que es. ¿Estará pensando en su mujer, la puta? ¿O estará pensando en
sí mismo? ¿O no estará pensando? ¿O estará evocando pensamientos que se
confunden con su fisiología, intuiciones físicas, terrores orgánicos? Imposible
adivinarlo, bajo estas condiciones.
El niño atrofiado me sigue diciendo con alma y lenidad que todo
es perfecto, todo perfecto.
Puedo ver los varios muertos que se ha llevado el veneno.
Primero eran algunos cuerpos por allí y por allá, como abandonados en medio del
pasmo colectivo, en la estupefacción general. Pero ahora creo que los muertos
empiezan a hacer legión. También están los indefinidos: no se sabe si ya han
caducado o no. Pero lo cierto es que ya se muestran en todo caso muy desertados
de sí mismos.
El adolescente defecante, que nunca salió del baño, sale de
pronto, invitado por el bullicio y el burdel, y claro, él no había comido, por
estar en el retrete, no quedó envenenado por el arsénico o la estricnina o lo
que sea que utilizó la azafata enfadada en su afán de matarlos a todos, de
matarnos a todos, y está con los ojos muy abiertos. Mira con estupefacción, sí,
y de pronto deja de ser adolescente, pues se da cuenta de cómo sus pequeñas
confusiones de amor son nimiedades en relación con lo que está pasando, de
varia gravedad.
La incongruidad aumenta de un modo fascinante.
No se sabe en qué momento empieza a gravitar casi groseramente
en el ambiente una melodía violenta y electrónica. Es una ópera punk para todos
estos difuntos. La señora del cáncer comprende de un modo recriminado que hace
un instante todavía estaba viva, que su cáncer era una forma de estar viva, y
que la fanática sensación que percibe ahora mismo en sus vísceras es la muerte,
la verdadera muerte, la muerte que no espera un segundo más. La muerte llegó.
Caen como expósitos sorprendidos en el aire de lo extinto, por
decirlo así solemnemente, poéticamente.
El avión: una fiesta vomitoria, accidentada: y tantos finales
disparatados: y todo eso inconfeso, todo eso dentro y gris se vuelve
exponencialmente más gris, más radical e interior, más inconfeso y más inmoral:
la garganta atrapada: el gesto forzador: la contracción escatológica. No sé
bien cómo hospedar tanta confusión en esta última cuartilla, y más cuando veo a
la azafata asesina que ríe con mucha gracia, con una risa ocasional y perfecta.
Y sin embargo, es obvio que ella se ha envenenado a sí misma, asimismo. Piensa
que va a reunirse con su novio muerto, ahora. Quizá ríe cuando mira el cantante
de pop de tercer mundo: sus dientes inútiles. El niño atrofiado –hoy es su
cumpleaños– es otro que ríe sin complejos. Es perfecto, perfecto. Es tan
perfecto que ha llegado la hora: la hora de activar la bomba. Acciona el
artefacto, y la cuenta regresiva se apura a su destino. El sidoso vomita todas
las hormigas que ha tragado en las últimas horas. La vecina suya está muerta, y
sin embargo es curioso, no murió por el veneno, sino de un ataque cardiaco; al
parecer el pánico que le provocó el sidoso la dejó muy fija en su asiento. Esas
cosas pasan. El aire encapsulado del avión circula cada vez más inútilmente,
son tantos los muertos, tantos los pulmones sin narrativa. Miradas fermentadas.
Labios oscuros. Los seres humanos son entes extirpables, piensa el escritor. El
método, el know how consiste precisamente en no darse cuenta de ello.
Para el caso hay que llenar la vida con muchos minutos escapados, con muchas
victorias irracionales. A la hora del veneno todos esos minutos habrán de
regresar a su centro, en un momento intenso y ontológico. Es
lo que me está pasando ahora. Todo tan perfecto –veo la sonrisa maldadosa del
niño atrofiado. Poseso, el reloj de la bomba avanza, en su itinerario
madurativo y también ineluctable. El reloj de la bomba, enigmático,
omnisciente; la agonía: su palpación extraña. La melodía aumenta.
Es cuando empiezo a olvidar las palabras; las palabras se
olvidan de mí.
XI
El capitán de vuelo –jactancioso en su serenidad– no sabe nada
de esto, y contempla su paraíso azul. Su vida, piensa, ha llegado al momento
más alto. El piloto no advierte cuando el avión salta en pedazos –la bomba– y
es efectivamente todo todo tan perfecto: un latigazo divino, una explosión
láctea y fílmica, un rapto como un sueño.
XII
Y sin embargo, por esas dádivas inquietantes del azar, lograron
encontrar la caja negra del vehículo aéreo que estalló ayer en pedazos, en
pleno vuelo. Todos quedaron visiblemente perplejos ante la naturaleza del
mensaje que había quedado registrado. No fueron pocas las teorías.