Avión

Todos hemos visto aviones por dentro, todos los aviones son iguales, todas las personas están sentadas en el avión, y el avión está a punto de despegar. El niño, es la primera vez que el niño se sube a un vehículo aéreo. En su mente, la experiencia es sublime y única. No así en la mente del ejecutivo que está en alguna otra área del avión: para él la experiencia es aburrida y clónica. Con un gesto de desenfado pide algún whisky, cierto alcohol contundente.

Vamos a otra parte del lugar. El retrete, por ejemplo. Un adolescente, tierno y adolescente, está defecando de un modo apurado, tierno y adolescente. Sabe que tiene que darse prisa, y pronto, pues el avión no tardará en subir.

Creo bien que una señora, más allá, siente una náusea persistente, indeterminada. Es quizá el cáncer. Es el cáncer. Veamos adentro del cuerpo: miren por ustedes mismos: el tejido: se muere. Intenta entrar al baño, pero el baño está siendo utilizado por un adolescente tierno y defecante. Sentado en el asiento D-4, el escritor desespera: le gustaría que el avión tomara vuelo; podría abrir su laptop y empezar un nuevo cuento, una nueva historia.


II

La historia ha empezado.

La historia, diría yo, de la azafata nostálgica; la nostalgia es respecto a su novio que ha muerto. Otro día habríamos visto en ella a una mujer terminante, bella, escandinava, intimidante. De esas que lo ponen a uno en su lugar –literalmente. Pero hoy no: hoy nostálgica, hoy neurasténica, y alguien podría decir que un poco patética, o bastante.

La azafata piensa que le faltan tantas horas de viaje, y no sabe siquiera cómo empezar a sobrellevarlas. Su caso es delicado. Quiere entrar al wc, pero el wc está ocupado, quizá por un adolescente.

Yo digo que hay una suerte de doble personalidad en la realidad de esta azafata. Por un lado tiene que denegarse para conservar su trabajo; por el otro tiene que atender su tragedia íntima, su mundo interior. Horror, histeria.

–Permiso –dice un señor.

La azafata –es rubia, es fina, su nariz es fina– lo mira con rencor. Últimamente le ha dado por odiarlos a todos, sentir desde su conciencia escarbada la estupidez humana. Considerando su rama de trabajo, no es un sentimiento, digamos, conveniente.

El primer altercado fue con una señora: el rostro masivamente pintado, los labios gordos, la mirada bovina. Gorda, moralista, un cómic. Y para exagerarlo todo, a su lado una hija fronteriza, inquietante. La señora se resistía a ponerse el security belt. Lanzaba mugidos transpirantes cada vez. La azafata al principio se portó muy bien y correcta con esta mujer/vaca; después sólo quiso golpearla, defenestrarla, hacer daño. Una azafata enfurecida.

La tuvo que reemplazar diplomáticamente esa u otra compañera.

Luego: un tipo que quería tomar té, pero no cualquier té; quería un té que no manchase los dientes. Era un cantante de pop del tercer mundo, nada menos. La azafata detuvo su mirada en sus dientes impecables y asquerosos: sólo pudo esgrimir un trazo de rencor, un gesto cadavérico. A estas alturas, era ya más o menos evidente que no estaba en condiciones de atender a estas personas. Y lo que es más: vamos adentro, como lo hicimos con la mujer del cáncer, aunque más adentro, a la conciencia de la azafata: es cierto que ya empiezan a haber serios rasgos de locura, como manchas negras y mentales.

¿Y cómo explicarle que sólo tenían una marca de té en el avión, y que no manchaba los dientes? La azafata está revolviendo su bolso, encontrando los tranquilizantes. Encuentra el último de todos los que ya ha tomado; los efectos se dejan sentir de un modo afable y automático. Entonces se asoma a la ventana, y afuera el cielo es azul como una conspiración del absoluto.

Y es cuando le nace la determinación. La azafata, en una suerte de intersticio moral, decide echar el veneno en la comida. Habría que ver cómo el dolor nos puede sustraer de un orden ético para introducirnos en causalidades singulares, psicologías, pero eso otro día. Por ahora atendamos los gestos de la criminal: es arsénico lo que está echando en la comida de todos los pasajeros.


III

El adolescente que pensábamos que estaba defecando en realidad está escribiendo una carta de amor.

Una carta de amor.

A estas alturas. ¿A qué altura estamos? A 30 mil millas de la acera más próxima, el adolescente escribe y lloriquea, como un verdadero idiota. Eso mientras, un ejemplo, el escritor está pensando en una historia trascendental y en el fenómeno singular de la barestesia; eso mientras la azafata se ha encorsetado en una locura decisiva y enredada; eso mientras un hombre come perversamente hormigas; eso mientras la señora se muere de cáncer, y tiene náusea; eso mientras el niño atrofiado lleva una bomba fundamentalista debajo del asiento; eso mientras el ejecutivo se preocupa pues su mujer es una puta; eso cuando el piloto es responsable de tantas vidas humanas: el adolescente escribe sus cositas de amor.

Lo que bien es cierto es que hay una suerte de defecación en la forma como escribe el adolescente a su novia, una prosa mala y disentérica que sale de la tinta de su pluma. En el pequeño espacio del retrete, estrecho, aislador, incómodo, subrepticio –el lugar elegido para pactar pasiones y subsanar la soledad–, allí nace lo cursi.

La página se va dejando llenar por una tinta atezada, amorosa. Si supiera el adolescente que ahorita mismo a su novia le están dando por el culo. Su mejor amigo.

Ay, nunca debió subir a ese avión.


IV
Pero el lector ha olvidado que hoy es el cumpleaños del niño atrofiado. Y bueno, y bien, el niño atrofiado ha decidido, para celebrar, poner una bomba en el avión, en nombre del Frente Guatemalteco para la Liberación Islámica. Comprenderán que el niño atrofiado tiene una afición alta por las bombas, y comprenderán –o no– que quiso unirse a esta facción maximalista, no por la causa en sí, sino por cuestiones de radicalidad. Además, hoy el niño atrofiado se siente canjeable, dispuesto sin más a perder la vida.

La bomba es compleja. Podemos recorrer los filamentos, los dispositivos electrónicos, la sustancia digital del artefacto.

Al lado del niño atrofiado está sentado un escritor, y el escritor escribe en su laptop. El niño alcanza a leer la primera frase de lo que escribe: “Todos hemos visto aviones por dentro, todos los aviones son iguales, todas las personas están sentadas en el avión, y el avión está a punto de despegar”. Ríe un poco para sus adentros, el niño atrofiado, y sabe que debajo una bomba espera.

Al niño atrofiado cualquier idea de periferia le resulta fascinada. ¿No podrá ser eso el gran defecto de su genialidad? No. En todo caso, ese defecto es su genialidad, si lo medito un tanto. (Debí pedirle a esa azafata un whisky.) La inteligencia no tiene que ver nada con el ímpetu moral, muchas veces. El talento no es judiciario a priori.

Dejo un rato de escribir, y para distraerme miro a mi vecino de asiento: su cara calculadora, omisa. No puedo saber que debajo de su asiento lleva una bomba, pero igual no soy de la clase de personas que le da importancia a esa clase de cosas. Lo importante más bien aquí es lo intrincado del personaje: anuncio la lucidez cuando la veo, y este chico de eso tiene mucho. Y lo digo yo, que no soy muy vecino de los elogios. Feliz cumpleaños, niño atrofiado.

El niño atrofiado, decía, se ha metido con los fundamentalistas. Antes de eso, le dio por la telepatía, la necrofagia, el psicoanálisis, el estudio de coleópteros, el diseño gráfico, y así muchas cosas. Es un personaje un poco errático. Lo que sí es que siempre todo lo hace por servir el horror, eso de cadencioso que hay en el horror, eso de genial que hay en el horror; y para acabar con la honda recesividad y sandez del género humano. Admitamos que hay alguna tristeza en todo esto, una falta de tacto. Es lo de menos.


V

Por alguna razón todavía ambigua se apagó de improviso la laptop y, mierda, se borró buena parte de esta historia. Pasa. Esperamos que eso perdido permanezca de un modo tácito en la historia, como una tensión invisible, imposible. Igual ya se me ocurrió otra cosa.

Se me ocurrió lo siguiente: es un hombre amarillo, es decir demacrado, sí, es decir como sidoso. Tiene costras en los brazos, y la persona a su lado, que no lo conoce, vecina de asiento, está nerviosa, está incómoda, a punto del pánico, y pensando en decirle a la azafata que le cambie de lugar, por favor. Pero estaba intentando describir a un hombre, y si algo aprendimos de los decimonónicos es a hinchar una prosa por medio de descripciones agenciadas y a menudo aburridas. Al dato de la piel y las costras, se agrega: la camisa del hombre está como manchada o sucia, y el conjunto resulta más bien sórdido; el hombre ríe con una risa discreta, convulsa, escandalosa, silenciosa, nerviosa; tiene entre las piernas un frasco lleno de hormigas.

Y aquí vale detenerse. Porque este personaje ya raro de sí abre de cuando en cuando el frasco, con una mano que tiembla y perversa abre el frasco, toma una de estas hormigas –más bien voluminosas–, y se la mete a la boca. Y mastica la hormiga, y se la traga, vaya. Entiendan de una vez cómo este hombre se ha arrimado a una forma muy particular de locura.

Las hormigas están vivas dentro del frasco, no lo dije, creo, están vivas, y son todas como un cuerpo excitado y biológico. De esto que acabo de contar –los bichos– nada sabe la vecina, que ha optado por apartar lo más la vista del sidoso –aunque en rigor no sabe si es sidoso, como tampoco nosotros, y aunque lo fuera, aunque fuera sidoso, no habría razones para comportarse con semejante grado de insensibilidad, ¿no es cierto?

No desviemos. Pues si no hay razón para ser despectivos con los sidosos, supongo que sí la hay para con los que comen hormigas vivas en un avión. ¿Cuándo se ha visto?

Entonces la vecina no sabe, ella, pero en un momento, de un modo lateral y efímero, percibe algo de la escena; ah. Hubo como cuidado en su grito, hubo como una diligencia en su temor evidente. Justo alcanzó a ver cuando el tipo tomaba un puñado de hormigas, y directo a la boca, y había en ese acto algo de profunda- mente, morbosamente cauterizante, bastaba con ver el rostro agraciado, los ojos levantados con ligereza, el horror, el placer.


VI

Finalmente, la comida. Tengo tanta hambre.


VII

Su familia, su impecable carrera, su responsabilidad sin errores: el cielo. El piloto mira el cielo, desde su grandiosa atalaya, y es como si toda esa vastedad estuviese dentro de él: así de completo y sublime se siente. Cuántas veces ha visto eso delante y sentido un inmenso presente, un inmenso y acabado presente. El cielo tañido de cielo, el cielo abarrotado de cielo.

Siempre, desde niño, quiso ser piloto. Su vida transcurrió con tino y sin quebraduras: sólo aquellas que lo hicieron un hombre mejor. Fue el hijo perfecto, el punto más alto de la entelequia familiar; sus calificaciones fueron drásticas y hermosas; físicamente dotado, físicamente robusto, físicamente ejemplar; solidario con sus amigos y cualquiera; y tenía –es la misma de hoy– una novia bella y elegida, que le ha dado dos hijos gratos y saludables.

¿Quién no podría sentirse de súbito conmovido por el firmamento, eterno de firmamento bajo estas circunstancias? El cielo último, en donde todo empieza. Salga el lector del vehículo y compruebe: el avión como un cuerpo sereno, yacente y levitado en la inmensidad. Una inmensidad que no denota nada, salvo lo bello en sí.

El piloto piensa en todos sus pasajeros, sus amados pasajeros, buenos cada vez, confiados en la labor suya, trascendental de cruzar el aire. Son incontables sus horas volando, y bien quisiera tener tanto más de tiempo de vuelo en su haber. Es la verdad que nadie puede arrancarle esa ambición amable de las manos. Cerca de sí lleva siempre ese libro de Saint Exupéry.

Mis preguntas son las mismas de él, a veces, aunque totalmente distintas. ¿Quién dibuja a perpetuidad lo azul? ¿Quién impide la balcanización, si hay que decirlo así, de todo esto, de esta sustancia indivisa? El piloto que nos lleva es uno que ahora no sabe responder a nada de esto, pero que igual se siente bautizado, incalculable, calmoso. El cielo, escribo, es el vapor de la historia, cuando la historia se ha decantado de todo su cinismo.

El piloto piensa en sus hijos y familia, ninguna zozobra lo alcanza. No estaría tan hermosamente feliz si supiera que en poco tiempo va a estar muerto.


VIII

Un whisky, por favor.


Un ejecutivo de mucha firma pide un whisky. Está de mal humor pues no pudo amarrar un negocio que le iba a llenar de más dinero. Está de mal humor pues se ha dado cuenta –en una especie de lucidez, ya muy rara a esas alturas, a estas alturas– que no tiene ningún encanto, excepto el encanto que se deriva del dinero, y no es lo suficientemente idiota para creer que ese es un encanto real. Está sobre todo de muy mal humor porque ha pensando en su mujer.

Un whisky, por favor.

Piensa ahora en ella, en su mujer, piensa con gentileza y ternura que es una puta. Que le está engañando. No tiene de ello ninguna prueba, pero la puede imaginar desnuda, sudorosa, exhibida, puede inventar para ella una sonrisa de poder y placer. Cuánta falsía conyugal, es lo que piensa, sólo que en otras palabras.

Un whisky, por favor.

A su lado, un tipo escribe en una computadora. Esos tipos que escriben siempre tienen lo suyo de maricas. Pide otro whisky. Lo podría matar a golpes. La podría matar a golpes. Es que ya se le está subiendo el alcohol a la cabeza, es que ya no tiene por qué darle más dinero, más carros y dulces joyas por la noche. Entre la numerosidad de cabezas, hay una cabeza que piensa con el hígado. Un hígado –nuevo acercamiento narrador y cinematográfico– bastante destruido, acomplejado por zonas, espontáneo en su destrucción; si fuéramos dibujantes del cuerpo podríamos entender mejor que eso es el lóbulo derecho y aquello el canal cístico, pero los detalles son difíciles de conseguir en una prosa, a veces.

Un whisky, por favor.


El ejecutivo le mira el culo grácil a la azafata.

Lástima que se mira –su rostro– tan descompuesta, esta mujer. Una sesión de sexo refulgente con ella es lo que quiere. Ligera erección emocionada debajo de los pantalones. La llama, pide un whisky, intenta una línea sutil y seductora, que por supuesto no funciona. La otra lo manda a la mierda. El primero se comprueba como un ente novicio e incipiente, sin gracia y fascinación, el descrédito del buen gusto y la atracción. Razón de más para enfadarse, e imaginar a la azafata desnuda, suya y sucia. Y lagrimeando, feliz en el dolor, comprada.

Un whisky.

Feliz en el dolor, comprada. Eso le haría sentirse menos masticado y ebrio. El ejecutivo comienza a sentirse jactancioso, opuesto y borracho, efectivamente. Y si bien quizá le gustaría darse una raya de coca, bañarse, detenerse (eso hará al llegar a su destino, al cual nunca llegará, según ya se dijo), no le gustaría perder esa rabia que siente ahora; con la rabia adentro es más fácil matar a una persona, digamos a su mujer.


IX

Del otro lado del avión, ahora. El escritor ha elegido pocos personajes para esta historia; pero esos pocos elegidos contienen la cadencia suficiente y necesaria para perpetuar las cuartillas y las narraciones. Historias actuantes, distintas, y conjuntas. Es lo que el escritor quería.

Nos toca ahora lidiar con el cáncer, por fortuna no el nuestro, todavía (bueno, eso creemos), pero sí el de esa señora que piensa tristemente en su enfermedad. En cada pensamiento suyo podemos notar un pensamiento sobrante y adherente, como un organismo fagocitario, y es el pensamiento de que va a morir, sin ninguna duda. Basta con hacer la biopsia de varias ideas que le cruzan la cabeza: en todos ellos se encontrará la misma larva destructora e identificable de la muerte.

La única manera de escapar de este proceso triste es decapitando toda idea: sumergirse en la inconsciencia. Por eso la señora intenta dormir, y a ratos lo consigue. Entre sueño y sueño lee un poco de su libro (Hojas de hierba) y la mezcla entre ambas cosas –el sueño, el libro– se le impone como algo extraño y surreal, no siempre afable.

También intenta, la señora, combatir la certeza de su cáncer por medios conscientes y sugestivos. Se obliga a tener pensamientos de benignidad y bonanza. Casi puede decir que lo consigue, a veces: un pensamiento puro, sin manchas. Pero es un ejercicio fatigante y peligroso: a la larga desmoraliza todavía más, lo cierto.

Es imposible elucidar la materia.


La materia es embargante y fanatizadora.


La materia se muere.


¿Para qué intentarlo? Es ya poco lo que falta –un año lo más– y la vida se ha vuelto eso muy cadavérico, como ella misma, eso caduco y cadavérico, irremediable. No tengo remedio, comprueba la señora, con lágrimas abundantes, y no puede pensar en la reacción de sus vecinos de asiento, que se sienten incómodos, no saben del todo qué hacer.


X

Tratemos de hacer el desenlace lo menos garabatoso. ¿Quién el primero en sentirse incómodo, ligeramente fuera de lugar, levemente estrangulado? Ese señor, me lo parece. ¿Cuál? Ese mismo, el que justo ahora pide a la azafata un vaso de agua, y cree ingenuamente que debe ser un mareo de avión, que ya se le pasará. Pero no es un mareo de avión, desde luego, es el veneno que empieza a florecer en los pasajeros como un designio inevitable. No tarda mucho el señor en vomitar la comida y los demás le miran con hondo asco, pero ya saben, saben también ellos que hay algo de muy morboso y definitivo en su organismo. De pronto son todos y cada uno los que empiezan a dar el síntoma mortal, decisorio, inconcuso.

Imaginemos: cómo se aferran a su pareja, a su amigo, a su mamá. Esa niña está azul, o verde, o verdeazul. La señora/vaca, que antes apareció en este relato, se fatiga en convulsiones hasta cierto punto cómicas, pero dramáticas. Yo mismo estoy sofocado, pero me aguanto mucho, pues un escritor no flaquea.

Lo menos es terminar este relato, digo yo.

Sin embargo, no es fácil. Puedo sentir por dentro cómo mi vientre se resuelve en contracciones brutales. Por favor, no teman en acercarse: es imperativo para este relato que el lector conciba en toda su exactitud la tonalidad violácea y oscura del envenenado. Ese color escogido por la muerte es el mismo con el cual un pintor podría pintar un cuadro alegórico cuyo título podría llegar a ser, con alguna cursilería, La jubilación del porvenir.

Sensaciones caleidoscópicas atraviesan las mentes de los viajeros, a punto ya de emprender el viaje total. ¿Qué podrá sentir el niño, ese niño que ha tomado por vez primera un avión? Creo bien que no va a guardar ningún recuerdo afable, creo bien que no va a guardar ningún recuerdo, creo que ya está muerto, de hecho. Espanto. Cada cual gritando, cada cual diciendo su manifiesto de horror y vómito y verdad.

El niño atrofiado, sentado a mi lado, me dice como inmune a su muerte, profundo de fascinación:

–Es perfecto, perfecto...

Entiendo que es perfecto, sobre todo escribible, muy literario en suma, pero tengo un poco de miedo de no poder terminar este relato, que escribo a toda velocidad. De alguna forma tengo que apropiarme del pánico y su narración eficaz, sus causalidades ardientes. Soy realista, empero, y decido urgentemente que no voy a describir los rostros nublados, poco tiempo ya, mejor lo dejo a la imaginación del lector, que espero sea muy imaginativo.

El hombre que tomaba el whisky está llorando como un niño, como el marica que es. ¿Estará pensando en su mujer, la puta? ¿O estará pensando en sí mismo? ¿O no estará pensando? ¿O estará evocando pensamientos que se confunden con su fisiología, intuiciones físicas, terrores orgánicos? Imposible adivinarlo, bajo estas condiciones.

El niño atrofiado me sigue diciendo con alma y lenidad que todo es perfecto, todo perfecto.

Puedo ver los varios muertos que se ha llevado el veneno. Primero eran algunos cuerpos por allí y por allá, como abandonados en medio del pasmo colectivo, en la estupefacción general. Pero ahora creo que los muertos empiezan a hacer legión. También están los indefinidos: no se sabe si ya han caducado o no. Pero lo cierto es que ya se muestran en todo caso muy desertados de sí mismos.

El adolescente defecante, que nunca salió del baño, sale de pronto, invitado por el bullicio y el burdel, y claro, él no había comido, por estar en el retrete, no quedó envenenado por el arsénico o la estricnina o lo que sea que utilizó la azafata enfadada en su afán de matarlos a todos, de matarnos a todos, y está con los ojos muy abiertos. Mira con estupefacción, sí, y de pronto deja de ser adolescente, pues se da cuenta de cómo sus pequeñas confusiones de amor son nimiedades en relación con lo que está pasando, de varia gravedad.

La incongruidad aumenta de un modo fascinante.

No se sabe en qué momento empieza a gravitar casi groseramente en el ambiente una melodía violenta y electrónica. Es una ópera punk para todos estos difuntos. La señora del cáncer comprende de un modo recriminado que hace un instante todavía estaba viva, que su cáncer era una forma de estar viva, y que la fanática sensación que percibe ahora mismo en sus vísceras es la muerte, la verdadera muerte, la muerte que no espera un segundo más. La muerte llegó.

Caen como expósitos sorprendidos en el aire de lo extinto, por decirlo así solemnemente, poéticamente.

El avión: una fiesta vomitoria, accidentada: y tantos finales disparatados: y todo eso inconfeso, todo eso dentro y gris se vuelve exponencialmente más gris, más radical e interior, más inconfeso y más inmoral: la garganta atrapada: el gesto forzador: la contracción escatológica. No sé bien cómo hospedar tanta confusión en esta última cuartilla, y más cuando veo a la azafata asesina que ríe con mucha gracia, con una risa ocasional y perfecta. Y sin embargo, es obvio que ella se ha envenenado a sí misma, asimismo. Piensa que va a reunirse con su novio muerto, ahora. Quizá ríe cuando mira el cantante de pop de tercer mundo: sus dientes inútiles. El niño atrofiado –hoy es su cumpleaños– es otro que ríe sin complejos. Es perfecto, perfecto. Es tan perfecto que ha llegado la hora: la hora de activar la bomba. Acciona el artefacto, y la cuenta regresiva se apura a su destino. El sidoso vomita todas las hormigas que ha tragado en las últimas horas. La vecina suya está muerta, y sin embargo es curioso, no murió por el veneno, sino de un ataque cardiaco; al parecer el pánico que le provocó el sidoso la dejó muy fija en su asiento. Esas cosas pasan. El aire encapsulado del avión circula cada vez más inútilmente, son tantos los muertos, tantos los pulmones sin narrativa. Miradas fermentadas. Labios oscuros. Los seres humanos son entes extirpables, piensa el escritor. El método, el know how consiste precisamente en no darse cuenta de ello. Para el caso hay que llenar la vida con muchos minutos escapados, con muchas victorias irracionales. A la hora del veneno todos esos minutos habrán de regresar a su centro, en un momento intenso y ontológico. Es lo que me está pasando ahora. Todo tan perfecto –veo la sonrisa maldadosa del niño atrofiado. Poseso, el reloj de la bomba avanza, en su itinerario madurativo y también ineluctable. El reloj de la bomba, enigmático, omnisciente; la agonía: su palpación extraña. La melodía aumenta.

Es cuando empiezo a olvidar las palabras; las palabras se olvidan de mí.


XI

El capitán de vuelo –jactancioso en su serenidad– no sabe nada de esto, y contempla su paraíso azul. Su vida, piensa, ha llegado al momento más alto. El piloto no advierte cuando el avión salta en pedazos –la bomba– y es efectivamente todo todo tan perfecto: un latigazo divino, una explosión láctea y fílmica, un rapto como un sueño.


XII


Y sin embargo, por esas dádivas inquietantes del azar, lograron encontrar la caja negra del vehículo aéreo que estalló ayer en pedazos, en pleno vuelo. Todos quedaron visiblemente perplejos ante la naturaleza del mensaje que había quedado registrado. No fueron pocas las teorías.
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