Nunca había realmente celebrado la navidad. Tenía vagos recuerdos de
cuando su madre, antes de morir, le convidaba regalos y le daba besos, o le
urgía con una sonrisa conmovida a arreglar el árbol con ella –ese árbol
improvisado, ese árbol sin rasgos–, y hasta cocinaba un pavo extraño en la
pequeña cocina (sólo entonces cocinaba, sí). Y aquello le parecía como un alud
luminoso y pasado, detenido en lo más íntimo, en lo casi doloroso de la
memoria. En realidad su recuerdo de esas navidades –tan pocas fueron, tan
remotas– eran más bien impresiones, y estaba demasiado pequeño, demasiado cerca
del sueño, como para decir que realmente las había vivido.
Luego, cuando creció, se fue alejando de cualquier forma de
celebración, y en especial navideña, quizá un tanto –especulemos– como reacción
o revuelta a la arrancada muerte de su madre. Nunca pudo volver a sentir
aquello que sentía cuando estuvo ella, y nunca otra vez una navidad cobró eso
fulgurado, esa ebriedad y esa dicha.
En los últimos años, había decidido pasar la navidad en un cine,
sin llevar a nadie, debidamente solo. Viendo alguna película vieja o
pornográfica, cualquier cosa en realidad, en una sala barata. Es de pensar que
era una forma de alejarse de su propia biografía, y de no invitar el recuerdo
remoto –no abstracto– de su madre.
Nunca había nadie, en el cine, o sólo un borracho inocuo y a lo
mejor dormido.
Esta vez entró y la sala estaba vacía. “Qué bien”, se dijo. Se
dispuso en el asiento. Comprobó que tenía los cigarros con él, pues le
molestaba tener que salir a media película a comprarlos. Y ya no por la
película en sí, que siempre era mala, pero por el hecho de romper una
secuencia, una razón íntima.
Tardó tanto en empezar, el film. Ya comenzaba a desesperarse
cuando de súbito se apagaron las luces, y un haz de luz se proyectó con una
suerte de inercia o letargo en la pantalla. Nada entonces le daba más placer, y
podía dejarse llevar con entera displicencia, con un placer indiferente, y
podía seguir sin demasiada ocupación los avatares irrelevantes de la
proyección.
Veinte minutos después de iniciada la historia, entró, como
furtivamente, una señora.
Al principio no le puso demasiada atención. Siguió viendo las
imágenes, ajeno a su presencia. Pero luego, por un efecto de curiosidad o mero
azar se detuvo en su figura. Estaba ella delante, delante y a un lado, y podía
ver la espalda, y el cabello blanquecino y un poco del perfil. ¿Podría ser? Y
cada vez que se detenía a observarla se convencía de que sí, de que esa señora
que estaba delante era su madre.
Trató de cavilar con mil razones, trató de acudir a lo más
lógico, trató de fingir, pero el perfil, el perfil era exacto, y la mano, cómo
confundir la mano, una mano ligera, delicadamente digna, griega, reservada. Y
fue entonces cuando notó el anillo, y un vértigo, una niebla giratoria le
aturdió la cabeza.
Se quedó unos minutos detenido, sin saber muy bien qué hacer. La
pantalla del cine hospedaba imágenes, una y otra, y era imposible darle a todo eso una fisonomía, una
idea de progresión. El malestar, la angustia quizá: encendió presurosamente un
cigarro. El humo veleidoso levitaba y tomaba cuerpo por entre la luz de la
proyección. Las butacas estaban extrañamente vacías. Sólo eran él y su madre.
Y se levantó. No quiso más tener que vivir ese momento
insensato, como si él fuese el que estaba en una película remota y fatigada. La
miró otra vez, salió.
En la sala quedaron los tres o cuatro espectadores que miraban
la trama de la película. Hubo alguien que preguntó indignado a su acompañante:
–Pero ¿por qué no habló con ella? Navidad, y nosotros mirando
esta película de mierda.
El otro alzó los hombros, indiferente.