Automóvil

Entré al auto: allí estaba Gustavo y tenía una pistola en la mano. Afuera llovía. Era una lluvia reconcentrada, tensa, que había comenzado horas atrás.

–¿Qué pasa? –pregunté.

–Nada –contestó. Miraba la pistola con lentitud, casi con placer.

El suelo del auto estaba mojado: por algún resquicio se entraba seguramente la lluvia. Un fuerte olor a humedad, a gato hundido. Las ventanas estaban empañadas, y nada se podía ver a través de ellas; por alguna razón imaginé que nos alejaban un poco del mundo. Quise prender la radio, pero luego pensé que no era lo correcto. Encendí un cigarro. Gustavo me pidió uno. Se lo di.

Entonces recordé que tenía una botella de ron que alguien, un desconocido, me regaló solemnemente en la fiesta. La saqué y bebimos. Era tarde.

–Se ha ido. Se fue.


–Sí.
 

Silencio.


El auto comenzó a llenarse de humo: espeso, inevitable. Extrañas formas se deslizaron, como relajados delirios. En un momento Gustavo encendió, sin hablar, y condujo por las calles rotas de la ciudad.

No parecía tener un rumbo fijo. No dije nada, pero no me sentía bien: no había dormido nada la noche anterior y me dolía la cabeza y había frío: no me sentía bien.

En un momento recordé algo que me sucedió en el día: estaba en el trabajo y le hablé a alguien –una mujer alta, promiscua– que recién acababa de conocer. Hasta entonces habíamos charlado un par de veces y todos los elementos –la conversación, los gestos, las pequeñas estructuras de la seducción, ese juego mutuo y concertado– se ajustaron a cierta expectativa, a una futura filiación, incierta pero posible. La cosa es que estábamos hablando y de pronto un gesto de ella, un solo gesto, un gesto diminuto me bastó para darme cuenta que todo era una tontería, una aceptación exagerada de las circunstancias. Ella pareció intuir mi decepción, empezó a preguntar desesperadamente:

–¿Qué te pasa? –preguntó Gustavo, molesto.

(Molesto porque yo pensaba en otra cosa que no era él, porque no participaba en su penumbra enmohecida.)

–Nada –respondí.

La lluvia no parecía detenerse. Inédita, se insertaba en la acera con saña, violentamente. Los charcos lastimados no podían más que aceptar esa confusión de propagaciones ebrias y sinuosas. Un constante murmullo, sombrío y doloroso.

Gustavo miraba hacia adelante con obstinación y no decía nada: estaba hipnotizado por un sordo sentido, por una gastada lucidez. (Era la cocaína: tenía los nervios rotos por la cocaína.)

Pasamos delante de una esquina mal hecha, como arruinada. Entonces pensé que me gustaría estar afuera, en la calle, que me gustaría caminar en el piso mojado, así, a secas, en la lluvia, con un cigarro prendido, redundante. Pero estaba Gustavo a mi lado y tenía la pistola entre sus piernas y estaba dispuesto a matarse. No dije nada.

Algunos caminantes nocturnos caminaban por aquí, por allá, debajo de los semáforos murmurantes y las luces lentas, en las aceras indispuestas, en las calles duras, en la espesura líquida de la ciudad... Pensé: un mínimo rayo de luz bastaría para cortar a estos seres urbanos por la mitad y hacer que salgan arañas de sus heridas. Era un pensamiento un poco estúpido y me dio gracia. Me sonreí. Gustavo se dio cuenta de mi gesto y me miró con severidad, con una especie de reprobación un poco paternal. Pero no dijo nada y yo decidí quedarme serio y callado.

Encendí otro cigarro. Definitivo, profundamente hierático, como si estuviese pleno de una convicción extraña, Gustavo miraba su camino. Yo miraba la ciudad y sus laberintos musgosos y envenenados. La urbe redonda, sin ventanas, imposible. Ninguna urbe verdadera ofrece verdaderas salidas: no se puede escapar ni por abajo, pues debajo de la ciudad hay otra ciudad (que es la misma), hay una acera enterrada y ninguna salida: sólo una ciudad, una ciudad.

En una esquina Gustavo detuvo el automóvil. Se acercó un tipo:

–¿Cuántos?


–Dos –contestó.


Le dieron la cocaína y proseguimos el camino. Más tarde detuvimos de nuevo el auto y nos acabamos la droga. Continuamos.

Avanzamos hacia otra parte de la ciudad. Un edificio, una melodía arquitectónica, ventanas de mercurio duro y detenido, frontispicios escarlatas, discotecas púrpuras... Simulacros nuevos y súbitamente envejecidos: aplastados por el tiempo que siempre confisca toda singularidad tremenda, toda perentoria innovación. Nuevos neones, nuevos lugares, nuevos ámbitos. El ciclo recomenzado, una y otra vez. Un vértigo luminoso, una náusea incandescente y desatada.

Gustavo detuvo el carro: quería comprar ron y cigarros. Entonces vi algo.

Todavía llovía. A través de la lluvia pude ver a un hombre, a una mujer, todo de forma interrumpida y borrosa. El hombre golpeaba a la mujer, con paciencia, con rigor, con cuidado, con odio. ¿La habrá visto con otro hombre? ¿Habrá surgido una decepción, un desencanto, un súbito desengaño? ¿O la estaría golpeando así nomás, por placer? La mujer ya estaba en el suelo, de rodillas, escupiendo sangre, o tal vez vomitando. Tenía los ojos extraviados y el pelo deshecho (lástima, detrás de los golpes, detrás de ese contacto directo y constante, de esa asonancia inquieta se intuía que era una mujer hermosa). En un momento alcanzó a levantarse y lo arañó. Entonces el hombre se enfureció de verdad: la comenzó a patear sin tregua, exageradamente. Yo quise ayudarla, pero al final desistí: afuera llovía, y no quería mojarme. Me puse a imaginar que no era el hombre el que la golpeaba: era yo. Y después me puse a imaginar que no era a ella a quien golpeaba: era a alguien de la oficina que me había decepcionado con excesiva rapidez, injustificadamente. De pronto, el hombre tomó a la mujer por el pelo y la azotó una y otra vez contra la acera. Quedó tendida en el suelo, inmóvil, muerta acaso.

Salió Gustavo de la tienda. Entró al auto. Preguntó sin ganas:

–¿Viste?


–No –contesté.


Seguimos nuestro camino.

Estuvimos avanzando sin rumbo un buen rato, silenciosos. En un momento pensé en la contingencia, esa terrible verdad. Pensé que la vida, eso que los hombres llaman vida, se reduce a lo siguiente: el ser humano está expuesto. La medida plena de lo contingente está en sus ojos. La mayoría de personas –todas las personas más bien– formamos parte de una persecución, de la figura perfecta de un cáncer que ríe. La obligación de la vida consiste en desobligar sus estructuras, en escindir la previsión; en cualquier momento nos arranca un párpado: es su deber. El azar: una pasión personal y padecida: un destino.

Pues justamente estaba pensando en esto de la contingencia, fumando, cuando sucedió lo siguiente: Gustavo manejaba aún y se detuvo en un semáforo inoportuno. Un auto se detuvo a su vez a nuestro lado. El piloto bajó el vidrio oscuro y nos miró fijamente. Gustavo le devolvió la mirada con rencor, visiblemente molesto. El tipo hizo entonces un gesto: sacar un arma brillosa, impostergable. Apuntó directo a nosotros. Gustavo tenía a su vez una pistola entre las piernas y la sostenía con su mano derecha. Yo estaba entre el tipo y Gustavo (pues el auto del tipo estaba de mi lado): yo estaba en medio. Pensé que a Gustavo no le importaba demasiado en ese momento morir (lo intuí en sus ojos o en su boca, no recuerdo muy bien), pues morir había sido su intención desde un principio: pero yo estaba en medio. Y se lo dije: “No, Gustavo: estoy en medio”. Sin embargo Gustavo no parecía escucharme; sujetaba la pistola con más fuerza, con desesperación, con toda su miseria asumida, con todo su vacío encontrado, se ajustaba a un rencor original, a una furia anterior, que aguardaba, paciente acaso, ese lapso de sangre, esa confusión primitiva. El semáforo estaba aún en rojo. La lluvia cayó con más violencia. Gustavo sudaba rabiosamente. La mano de Gustavo sudaba rabiosa- mente. La mano de Gustavo que sostenía la pistola sudaba rabiosamente. Para mientras, el tipo apuntaba directo a nosotros, inflexible, acaso burlándose de nuestros nervios y de nuestros rostros, de nuestros labios ambiguos. El semáforo cambió a verde: el auto y el tipo se marcharon.

Gustavo se quedó quieto, mirando la lluvia, las gotas que descendían, apretadas.

El carro proyectaba dos columnas de luz, que se abrían hacia la nada, hacia el silencio urbano (un silencio que no era mermado por el ruido de la lluvia; al contrario: el ruido de la lluvia era una especie de depósito que contenía el silencio, y lo amplificaba). Delante de nosotros, en la calle, había una caja negra, que tuvimos que eludir cuando al fin seguimos nuestro camino.

Pasamos delante de un tipo que cambiaba una llanta con grandes dificultades, debajo de la lluvia. Le dije a Gustavo que se detuviera (en realidad lo único que quería era bajarme, respirar): Gustavo accedió (acaso porque estaba aún nervioso por lo que acababa de suceder, porque su mano aún sudaba vertiginosamente, borracha y dispuesta). Fui a ayudar al tipo.

Era un extranjero (no supe nunca su nacionalidad), un tipo extraño. Corto de estatura, tenía un sombrero divertido, un atuendo escaso, una sonrisa ancha. Cuando le propuse mi ayuda sonrió el doble, ruidoso y contento. En realidad no parecía importarle demasiado lo de la llanta, me parece. Más bien tuve la impresión de que para él lo de la llanta fue el pretexto fortuito y feliz que le dio la vida para conocerme.

Hablamos un buen rato. En un momento me dijo, imprevisible (y con todo lo que eso implicaba, a esas horas de la noche):

–Todo está en saber divertirse con la cara correcta del dolor.

–Sí –contesté.


Me pareció cierto lo que dijo.


Al fin terminamos la maniobra. Nos despedimos, con gran teatralidad, y me subí de nuevo al automóvil. Gustavo siguió. Me di la vuelta: el tipo ya no estaba. De pronto advertí algo: en el sillón trasero del auto de Gustavo había una caja negra idéntica a la que habíamos visto antes, en la calle.

Tomé un buen trago de ron. Era ya realmente tarde. Estaba cansado. Es otra cosa de la contingencia: el cuerpo. El cuerpo, elemento en principio intercesor, surtidor de jubilosos placeres, de intersecciones inverosímiles y delirios inagotables. Algunos imbéciles piensan incluso, optimistas, que es nuestro medio de comunicarnos con el mundo. Lo cierto es que es nuestra tumba viva, depositaria de toda nuestra derogada condición...

La ciudad, cuando llueve, me pone triste. Colores quemados por el agua, apócrifos. Atmósferas blandas, lentas imágenes, desvelados recuerdos. Imposible prescindir de cierta significación marchita que gravita en las calles, de ciertos símbolos consumados, insomnes y consumados, que deambulan en el ambiente, como descuidadas heridas. El tiempo se instala en las aceras, con todas sus pertenencias ebrias, se instala en las cornisas olvidadas, en los hilos telefónicos, en las atalayas inevitables. Los muros están sueltos y atrapan. Circular por la ciudad mojada es aceptar un poco la soledad.

En un momento le dije a Gustavo que ya no quería estar en su automóvil; que lo quería mucho, pero que estábamos condenados a estar solos (como el resto de los seres humanos); que la comunicación es una oficiosa ficción de moralistas. Gustavo no dijo nada.

Empezó a manejar realmente rápido. A veces el auto, al frenar, al cruzar, se deslizaba peligrosamente. Fueron varios los minutos que transcurrieron así. Estaba furioso, creo. No le gustó lo que dije. Me aferré a lo que pude (en ese momento era mi mano la que sudaba, la que proponía su fiebre desnuda). Así pasa: los hombres piensan que la violencia, el arrobado furor es una forma de reclamar el mundo, de hacerlo suyo. Y yo pude haber muerto en ese automóvil (no fue así), pero la verdad es que nunca estuve realmente adentro: nunca participé plenamente en la podrida miseria de Gustavo.

Paró, finalmente, delante de mi auto. Se puso a llorar, visiblemente roto. Le puse la mano en el hombro, le dije que tenía que aprender a ser más indiferente, más irónico, es la única forma. (Lo dije a propósito, aprovechándome.) Gustavo asintió, estúpidamente. En el fondo no quería matarse: quería llorar, como un niño.

Terminé mi consolación:

–Gustavo, todo está en saber divertirse con la cara correcta del dolor.

Salí, con la pistola en la mano, y me dirigí a mi automóvil. Estaba cansado, tan cansado que no me sorprendió ver adentro una caja negra que antes no estaba, o tal vez sí, pero de otro modo, en un sitio más profundo y abstracto, en un fastidio más íntimo. Me senté. Fumé un cigarrillo. El carro de Gustavo se desplazó en la calle, desapareció. Observé la pistola detenidamente: la observé con lentitud, casi con placer.
Creative Commons License
Sala de espera by Maurice Echeverría is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International License.