(Ésta es la dilecta historia de la violación de una niña/Lolita
en un ascensor que va del lobby al piso trece, y los avatares extraordinarios
de esta violación, llevada a cabo por el mismísimo Mefistófeles, llamado por terceros el Macho Cabrío, sí.)
Rebeca, nuestra niña/Lolita, llega al edificio. En el edificio
vive su abuela, y su abuela pacientemente la espera. Su abuela es vieja: se muere.
Rebeca presiona el botón, espera. Estos ascensores siempre tardan, piensa. Pero recuerda el rostro de un amigo en
el colegio, se distrae, no le importa la demora. Finalmente, las puertas se
abren. Entra.
Piso 1. Imagine el lector un ascensor
cualquiera, un anónimo ascensor. Allí, adentro, está Rebeca, y Rebeca empuja el
ligero botón que indica: 13. Rebeca quiere ir al piso 13, pues allí vive su
abuela, allí su abuela, que muere, la espera. Justo acaba de presionar el botón
(13) cuando comienza a sentir un calor exacerbado, vehemente. Qué calor,
piensa. Y entonces es cuando aparece Mefistófeles, llamado por terceros el Macho
Cabrío, sí.
El Macho Cabrío es denodado, maléfico, magno, impetuoso,
fascinante, único, inadaptado, fragoroso, ímprobo, hermoso, grotesco, locuaz,
sentimental.
Rebeca tiene miedo.
Y razón tiene de tener miedo, pues Mefistófeles, llamado por
terceros el Macho Cabrío, sí, la quiere violar.
El calor aumenta sensiblemente. El Macho Cabrío bromea, molesta a la señorita:
bromas latinoamericanas, machistas. Con encono le acaricia los senos, se agita.
En un arrebato, extrae su falo megalítico. Rebeca se asusta.
Piso 2. A Mefistófeles, llamado por
terceros el Macho Cabrío, sí, le salen cucarachas por la boca cuando habla:
nerviosas, como llevadas por un pánico, por una disolución. Es una romería, una
diáspora negra de bichos. El ascensor se ahoga por dentro de cucarachas. La
niña/Lolita se asfixia en este movimiento negro y eléctrico.
Rebeca escucha la voz pavonada del Macho Cabrío. A la vez,
siente el falo de este personaje, adentro ya, enorme, vasto. Rebeca puede
sentir el dolor, grita. Abuela, grita. Pero nadie la escucha.
Rebeca se siente como en una caja negra, sabe que el elevador es
una caja negra.
Hay un olor, una muerte balbuceada en el ambiente.
Piso 3. El Macho Cabrío le aplica un tanto
de baby oil a Rebeca en el culo, pues ahora la quiere penetrar de modo
distinto, de otro modo: es un hombre de mundo, un hombre civilizado. Rebeca ya
no puede llorar más, se cansa de llorar. Aunque también, a la vez, le empieza a
gustar un poquito todo esto.
Piso 4. Aquí el ascensor se detiene. Las
puertas se abren. Rebeca grita, está feliz. Todo va a terminar, piensa. Pero
piensa mal. Se abren las puertas, y entra presuroso Michel Foucault, calvo y
complejo. No repara en nada de lo que sucede. Se posiciona en una esquina, y
empieza a discurrir sobre la locura. Mefistófeles, llamado por terceros el Macho Cabrío, cesa su labor, su faena,
para poder conversar con el pensador francés. Dicen los dos cosas interesantes,
cosas que pueden levantar el entendimiento del mundo, del hombre. Hablan de la
muerte del hombre.
Piso 5. En este piso se baja Foucault,
total y filósofo. El Macho Cabrío toma una jeringa, una jeringa amarilla, y se
inyecta una substancia negra, densa. El placer le transfigura el rostro. Cuando
el sopor ya le ha pasado un poco, le toma el bracito a la niña/Lolita, y le
pincha también. Espasmos beatos, angelicales formas de delirio, pausas apoteósicas.
Rebeca nunca había conocido una sensación así. Ahora sí que le empieza a gustar
el vaivén, la reiterada carne de su acompañante. Suena el Emperador, de
Beethoven.
Piso 6. El ascensor es una suite, un
recinto amoroso, un espacio abastecedor y espiritual. Rebeca está profundamente
enamorada de Mefistófeles, llamado por terceros el Macho Cabrío, sí.
Son amigos, amantes. Pueden decirse las cosas más íntimas,
pueden no mentirse. Rebeca juega sin pudores con la mierda del Macho Cabrío, de
nuestro gran Macho latinoamericano. Eso la excita, vean. Rebeca ya ha entrado a
un plano excrementicio de afectividad. Y sus pequeños senos, que son apenas
unos bocetos, de tan mínimos, se hinchan de placer. Mefistófeles ríe con risa
oscura.
Rebeca desliza su lengua menuda por las portentosas cicatrices
de nuestro querido diablo. Toma su falo majestuoso, lo chupa entero.
Piso 7. Rebeca quiere avisarle de algún
modo a la abuela que ya va en camino. Saca entonces su teléfono celular, se
recuesta en el pecho boscoso de su compa- ñero, y habla con la vieja, que
muere.
–Mi’ja, ¿en dónde estás?
–Voy en camino, abuela.
–Mi’ja, ¿cuánto te vas a tardar?
–No sé, abuela, no moleste.
Pues Rebeca ya empieza a rebelarse contra las estructuras. Rebeca: un individuo actuante, sin conmiseraciones.
En el ambiente se escucha alguna gymnopedia de Erik Satie.
Piso 8. Algo grave pasa en el cuerpo, en el
espíritu de Mefistófeles, llamado por terceros el Macho Cabrío, sí. Empieza a
enamorarse de la pequeña Rebeca. El gran Mefistófeles, el diablo mismo, la
sustancia propia del mal, se ha enamorado. Nuestro hombre (bueno, no es un
hombre exactamente) tiene sensaciones borneadizas, que escapan a su control.
Cuando Rebeca duerme, llora secretamente en una esquina. ¿Qué hacer? ¿Cómo
dominar esto?
El Macho –ya no tan macho, después de todo– deja de comer, se siente
como sin peso, ingrávido. Lo sacuden fuertes depresiones. Surgen graves inquietudes
en su persona y preguntas sobre su naturaleza. Por lo mismo empieza a leer a
los filósofos, pero más a los poetas. Tiene, de hecho, una secreta afinidad por
los versos franceses del siglo XIX. Ah, Musset.
Du temps que j’étais écolier...
Piso 9. Una lluvia al principio tenue,
después franca- mente intempestiva, sacude el interior del elevador. Llueve.
Rebeca se desnuda y recibe la lluvia, como en un acto prístino y definitivo.
Mefistófeles le teme a esta lluvia, a este chubasco grandioso que él no ha
causado. Todo es humedad, todo es elemental. Vegetaciones grises y verdes
empiezan a desarrollarse, trepan, atrapan. ¿Qué presagio es éste?, se pregunta
Mefistófeles (llamado por terceros el Macho Cabrío, sí). Tiene miedo. Siente:
deliquio, pena, pánico. Rebeca le mira, y ríe, le escupe.
Piso 10. A Rebeca ya no le gusta este Macho
Cabrío, que no es tan macho después de todo, como ya quedó claro. Mírenlo
nomás: en la esquina, gimoteando, susurrando (en algún viejo dialecto
germánico).
Ahora le mira débil, delicado, asténico, decaído, fachudo,
enclenque, mermado, lánguido, flojo, endeble, debilitado, marica.
Su sexo, antes hipertrofiado, ahora es una piltrafa sin vida,
algo repugnante, ignominioso, más que banal: risible.
Su rostro enverado le resulta demasiado decrépito, tan obsceno.
Piso 11. La abuela está preocupada por su
nieta, que ha dado muestras extrañas de rebeldía. Sospecha que el Macho Cabrío
ha metido mano aquí. Y cuánto.
La abuela recuerda cuando alguna vez, en su pueblo natal, en
provincia, en un camino errático y escondido, le salió de la nada el mismísimo
diablo. Recuerda el sexo grande, eterno, como una callosidad, como un castigo.
Todavía recuerda el dolor, el dolor.
Ella también se volvió rebelde, entonces.
La abuela se pone nerviosa, siente cómo su corazón tiembla
demasiado.
Piso 12. Rebeca es ahora la que viola a
Mefistófeles, llamado por terceros el Macho Cabrío, sí. El Macho Cabrío grita,
implora, pero Rebeca, la pequeña Rebeca es implacable, segura, deseosa. Rebeca
alardea. Hay sangre en el piso, sangre borboteante en el sexo de nuestro Macho,
sangre en la luz.
Piso 13. Mefistófeles yace en la esquina del
ascensor, con un libro de Musset en la mano, muerto. Se ha suicidado.
Ha muerto de amor.
Y de dolor.
Rebeca ríe con risa oscura.
Se abren las puertas del ascensor.
Rebeca camina por el pasillo.
Abre vehementemente la puerta del departamento de su abuela, y su abuela, que ha muerto, sostiene contra su pecho precario una caja negra, en cuyo interior hay un daguerrotipo de Mefistófeles, llamado por terceros el Macho Cabrío, sí.