Es como les digo. Por eso me resisto a ir al supermercado, y cuando
voy, procuro hacerlo con la mayor diligencia. Ahora mismo cruzo con rapidez
para tomar las cosas que necesito, un poco angustiado por la cantidad de gente.
El escenario es desmoralizante. Me molesta por ejemplo cómo las
personas dejan el carrito atravesado en los corredores, por lo que nadie puede
circular libremente. O las madres, con sus hijos obstruidos girando alrededor,
histéricos. Y en general todas estas personas, en general eternas de lentitud y
buena fe. Un supermercado, en fin.
Eso por un lado. Pero el sitio en sí, los anaqueles, las filas
sucesivas de latas, de botellas, de productos. Es el decorado perfecto del
capital, las hileras geométricas de mercancía, el ADN sustantivo de la
compraventa, el genoma empacado de nuestras ambiciones alimenticias, no
sigamos. Vale más apurarse, hacer un gesto de amable rechazo cuando la señorita
nos ofrece a probar alguna cosa, desdeñable por lo demás, hundirse insularmente
en medio de la masa, pasar desapercibido, tragar la grima, comprar lo
necesario.
Aunque difícil, ciertamente. Cómo evitar demorar la vista en el
rostro de esa señora, con todo el makeup alardeado, gesticulante, que
lleva puesto. O no escuchar las necedades de ese otro viejo fanfarrón, de
palabra abultada, de aliento alcohólico. ¿Y qué puede hacer uno sino echarle un vistazo a ese culo fácil, primoroso y cogible,
que pasa delante? Sociologías.
En efecto, debería de haber una antropología del supermercado.
Pero los académicos están muy ocupados en sus libros lentos. Yo diría que esto
es una sociedad a escala de la sociedad, de algún tipo de sociedad, lo menos.
Voy circulando en los corredores con una mirada teórica y desconfiada, un tanto
derogativa. Qué lapidación del tiempo humano, el supermercado.
Gatorade. Compro muchos gatorades –quince, veinte– pues soy
básicamente un alcohólico, y necesito hidratarme mucho. Además, soy un
supersticioso, y no sé del todo cómo se me metió la idea de que los gatorades
evitan la cancerización. Supongo que tengo que decapitar de algún modo estas
ideas absurdas, fijas y fermentadas que me ocurren cada vez.
Las botellas de licor se prosiguen con una jovialidad viscosa.
Alcoholes de muchas marcas y colores, ordenados y militares. Licores
florecidos, botellas tiernas.
Siempre que llego a esta parte del súper me pongo a temblar un
poco, con gran felicidad, nubladamente. Vodka para la decocción mental. Ron
para las horas formativas. Gin para debutar con estilo. Tequila para efectos
laudatorios. Y así hasta llegar a los más raros y notables.
Un señor –tanto dinero, es obvio– también busca alguna botella
para sí. Pero viene a ser muy claro que un hiato ideológico nos separa: yo tomo
por gamberris- mo vital; él por distensión burguesa. Nos odiamos mutuamente.
Media libra de jamón virginia.
La señora corta el jamón con cuidado, mientras otra señora le
habla con grandilocuencia: grandes gritos, una bordadura de gestos y ademanes.
Espero mi jamón.
No bien lo veo y ya le he reconocido. Es S. Camina en el pasillo
hablando entre dientes, quejándose del mundo. Mirada judicial, comentarios
enojados y burlescos: es lo que se dice un ente crítico.
Las personas a su alrededor se sienten atacadas por él, y no
saben: rostros abreviados, nerviosidad: cómo reaccionar. No pueden manejar su
risa laxa y franca. S está verdaderamente maleado de inteligencia, si estamos
de acuerdo. Es como un obús humano. Las señoras se apuran a pasar con sus
carritos atestados y pantagruélicos.
Hablamos.
Me cuenta con teatralidad que se ha mudado de casa, y que le
gustaría que llegase hoy por la noche. Piensa hacer carne asada, ya que tiene
planes de juntarse con un músico –reconocida trayectoria, grandes premios,
admiración generalizada–, y conversar de cine, esas cosas.
Mientras dice todo esto habla cada vez de mil pequeñas otras
cosas, observaciones sobre todo de lo que mira a su alrededor, con una
percepción incontestable. Siente una genuina repulsión por todos esos abscesos
sociales que lo rodean.
Poco a poco, en la conversación, de lado del pan y similares,
muy atento y reído yo de lo que dice S, o quizá escuchando menos lo que dice,
pero percibiendo todo su explotado histrionismo, y que esos cabrones han puesto a un asesino en el gobierno, oiga, señora, deje al pobre
niño en paz, lo va a asustar, pero si soy su mamá, pues qué mamá tan fea, niño,
un asesino en el gobierno.
Un gran amigo.
La música, es que odio tanto la música. Esta música de tanta felicidad
(y veo las carnes frías y violáceas, y oigo la música, y una sensación rara y
mierda se me acumula en el vacío), música de supermercado (justamente) o de
ascensor, como dicen, música kitsh, música de sueño americano, música para un
infierno a puerta cerrada, covers deplorables de deplorables canciones, música
para sacarse los ojos en íntima desesperación, música coincidida con toda esta
cultura asquerosa que es estar aquí comprando tantas cosas y con esta gente,
dios.
Imbéciles del mundo, separaos.
Avanzo por la sección de los lácteos, que es una sección que me
gusta. No así la sección de carnes, una mala broma, en serio. Es para vomitar.
Porque además pretenden hacer de ello un momento muy aséptico del supermercado,
y, claro está, no pueden. Esa carne es mi carne.
Todo en un supermercado está debidamente catalogado, una
verdadera empresa de registro y secuencias de orden.
Una mujer me mira libidinosamente, con una benignidad sucia y
querible. Le devuelvo una mirada respetuosa. Nos
entendemos, y me deja verla entera y recorrida. Un culo sublime. Realmente
puedo imaginarla, y puedo imaginar su posición, su entrega, sus gestos. Soy muy
bueno para esto de fantasear. Esta chava tiene planta sadomaso, diría yo.
¿Es posible el encuentro en un supermercado, como en las
películas? No lo creo. La gente es en general idiota y hostil. Y las personas
sensibles –yo mismo– están aquí como testigos, y la condición de ser testigo
requiere no interactuar. Yo estoy aquí como un hombre teórico que se dedica a
absterger el hecho social con razonamientos e intuiciones. Para mí resulta en
ese sentido imposible condescender o capitular. Mi aislamiento es necesario.
Claro, a veces me canso de toda hermeticidad. Me gustaría bien
tomar un cuchillo y enterrarlo en todos los cuerpos posibles, pero eso
arruinaría mi verdadera vocación, que es la de ir lo menos posible a los
supermercados.
Una chava se acerca para preguntarme si necesito ayuda. Es una
mujer bastante extraordinaria, en términos de belleza, los ojos tan verdes. Se
nos está mejoran- do la raza, en este país. Puedo sentir a esta persona con una
intensidad escrupulosa, libidinosa, referida. Es lo cierto que la naturaleza
fue muy generosa con ella; aquí no hay menoscabo, detrimento físico. Me detengo
en su persona con una mirada adhesiva, en una íntima negligencia.
Y he aquí que me voy a comprar unos cuadernillos. Los uso mucho
para escribir y tomar apuntes. Según un amigo cercano, no hay que escribir así,
por anotaciones: si las ideas valen, pues quedan. La libreta de apuntes es en
este caso la memoria, según él.
Yo la verdad es que he encontrado un placer real en las notas
diarias. Y por ello, cada vez que acudo al supermercado, me compro una decena
de pequeñas libretas de rayas y pasta dura.
Bien, justamente estaba comprando estos mis cuadernillos, cuando
de pronto pude ver una escena que recuerdo con un sentimiento fatigador y con
alguna incongruencia.
Era un señor, un señor no anciano, pero de sí entrado en años.
¿Algo de caricaturesco, algo de torpe? Sí, pues el señor, entendí con rapidez,
estaba ciego. Pero en su movimiento patético había algo a la vez de
profundamente conmovedor. Gestos de gracia y dadivosos, casi un baile, eso,
como embalsamado en un baile, guarnecido en su retórica de expresiones y pasos
sordos.
El señor se desplazaba para buscar el final del pasillo, lo
hacía lentamente, con una mano que iba buscando el espacio, con una cierta
nerviosidad, diríamos, eliminatoria. Y los objetos iban cayendo, que unas tarjetas,
que una caja negra, que esto o aquello. Yo estaba viendo a este señor, y me
sentía raro, juzgado y sentido, testigo y juzgado, entonces.
Enredado en un sentimiento raro, y la sensación de beber de un
error, de estar equivocado, allí equivocado: un hombre ciego, torpemente
rebotando contra los anaqueles, los productos, sus manos grises buscando una
salida a su ceguera. Estamos los dos en este comedor de mercancías, lo cierto
infinito e imposible. Y me pareció que el señor me miraba con sus ojos glaucos
y sin vida. Pude ver su rabia, como la transcripción de su morbo frustrado, de
su morbo por existir y por ver. No sabré nunca qué cambio hubo en mí, qué
estereotipo de otro momento más doloroso. Sentí todo ello como un perfecto
embalaje de absurdo, y tuve que salir, recusado, de este teatro de simulaciones,
de este gran supermercado. En serio, ya no volveré más a este lugar...
Ya no volveré a este supermercado.