Sucede que entro en las sastrerías, etc.
PN
Desencuentros
Igual no importa.
Escribo sólo para distraerme. Estoy buscándola por infinidad de sitios; de eso
se trata mi vida en este momento. De vez en cuando me detengo, me tomo
cualquier cosa en un café, o bar, o quién lo sabe, y redacto sin dirección una
página inerte.
Ahora mismo empecé esto; el relato de alguien
que escribe –yo mismo– y busca a su compañera. Existencia y literatura son en
cierto modo transferibles, lo siento bien: estoy en el punto más interesante,
más vano de la realidad.
He ido a buscarla a su departamento. Toqué el
timbre del edificio. Desde el interior un tipo moroso accionó el dispositivo
para abrir automáticamente la puerta. Adentro.
–Buenos días –dije.
–Buenos días –respondió.
Es la inercia reproductiva. ¿Cuántas posibilidades
de crear que nunca aprovechamos? Cuando alguien me diga en el futuro “buenos
días”, yo le diré otra cosa. Le diré, por ejemplo: “saludos esquizofrénicos”.
O: “eternidad y delirio, mi hermano”. Se trata de no repetirse, de no repetir
lo que el otro dice, de no decir tristemente: “buenos días”.
Me subí al ascensor, por fortuna vacío. Piso
cinco.
Desde el piso cinco pude ver la ciudad, la
ciudad embrionaria y tercer mundo, pero ciudad al fin, a su modo. Un paisaje
analéptico y esperanzador. Toqué el timbre de T, pero obviamente no estaba en
casa. Una mierda.
Pequeñas y sin retraso
Pequeñas y sin retraso, las cucarachas se
desplazan en mi departamento con una fugacidad banderiza y un tanto
exasperante. Antes hacía todo lo que estuviera en mis manos por matarlas; hoy
se mueven con toda libertad, impunes: no hago nada por detenerlas.
Primer recorrido
Delante de un bar gay, en la esquina. La
gente juega sofisticadamente al ajedrez, y me parece una pérdida de tiempo. Del
bar sale un vago amigo –colega en el trabajo– a saludarme con una efusividad
ebria, gramatical. Hablamos un rato, le pregunto si ha visto a T, y no es el
caso. Me invita a una cerveza.
Nunca me ha dicho que es gay, lo cierto, lo
cual coincide con el síntoma colectivo y nervioso de la homosexualidad en este
país. En otras naciones se hacen desfiles, se hacen grandes fiestas orgullosas
para que griten estas gentes. Temperamento histórico, le podríamos llamar. No
es el caso aquí. Aquí hasta los gays viven a destiempo.
Entonces con este amigo que me he encontrado,
ya sentados a la mesa, me tomo una cerveza, me parece, cuando se acerca otro
conocido de mí, también gay, también hablador, muy igual. La única
diferencia obvia es la edad. Debe de andar en los cincuenta, calculando. Un
tipo que está, yo diría, rayando en alguna forma de locura. Me extraña
sobremanera verlo aquí, pues generalmente vive encerrado, con un pavor real
ante el mundo exterior. A cambio, invita a toda una fauna de personalidades
extravagantes, perversas algunas, a su departamento. Allí, grandes fiestas
radiantes y empalagosas se llevan a cabo. Las drogas, la piel, los gestos
laudatorios... Comitivas rientes, alegres y juglarescas. Adolescentes
aterciopelados que vienen de las calles regidas de noche. Un apartamento operático,
aéreo: bromas sexuales por doquier.
Generalmente son fiestas que no me gustan del
todo, pues me siento naturalmente excluido. Los gays –no todos, supongo, pero
sí estos que digo– son antes que nada una retórica, un hermetismo consumido en
lo propio, y a menudo desean que todo gire alrededor de su sexualidad o su
estética.
Pero entiendo bien que no es regla absoluta.
De hecho, tengo muy buenos amigos homosexuales. Pienso en S, el pintor. Poseo
por él un aprecio real, y consecuente con el interés que él a su vez tiene
por mí. No he sentido de ninguna manera esa sensación de impenetrabilidad, de
mundo privativo, que a menudo se manifiesta en otros homosexuales. Magnífico
anfitrión, siempre recibe a sus invitados con un sentido entregado y elegante;
democrático, podría decir, pero la palabra sugiere otra cosa, más reguladora, y
nada tiene que ver al fin con esa aplicación estética que S atomiza en el
ambiente.
Creo bien que ya se han gustado, estos dos, a
pesar de la diferencia de edad. Han caído en una conversación fascinada: una
deglución de palabras y sonrisas. Es hora de irme.
Itinerarios
Las cucarachas desfilan por aristas y suelos, descienden por los muros, desaparecen en rendijas. Una fangosidad de pasos microscópicos que recorren mi cocina, mi baño, mi cuarto. Cucarachas que engendran cucarachas. Exquisitas cucarachas.
Segundo recorrido
En esta calle anda siempre un cuidacarros un tanto perplejo, diríamos. En principio, es un extranjero, cosa que yo no había visto antes: un cuidacarros de otro país. Siempre al verlo me resulta la impresión de que es un personaje de trasfondos, arrière-pensées, inquietudes indescifrables y suyas. Un tipo extraño. No puedo evitar observarlo con alguna paranoia. Sé bien que no debería prejuzgarlo de ese modo. No puedo evitarlo.
Esta vez me meto a una tienda cualquiera. A
veces T se toma aquí las cervezas. De un vistazo puedo comprobar que no está en
este lugar; me quedo igual. Son buenos estos sitios, pues desencajan con su
entorno –en esta parte de la ciudad abundan los restaurantes y bares para niños
bien. Y es que en cualquier zona –no importa lo selecto– hay un proletariado
emergente o posible o latente, y justamente es lo que aquí yo veo, y aprecio.
Me pido una cerveza y un periódico, y una
niña adolescente de rostro encorsetado –lleva un hígado por rostro– me
atiende con un cierto enfado. Es increíble: tiene lo más quince años, y sus
facciones ya se han arruinado, patibularias, rudas: un quebranto disciplinado.
Es la esclerosis de la infelicidad. Ninguna fascinación, ninguna sonrisa,
ninguna sexualidad, ninguna vida existe en ese rostro. Es un rostro malvado.
Me instalo en la esquina, junto a la ventana,
por si veo a T caminar en la calle. Abro el periódico. El presidente se ha
reunido con varias personalidades asociadas a los derechos humanos. Lo mismo de
siempre.
La cerveza deja al cabo correr una cierta
mansedumbre vital. Me doy cuenta que cada vez tendré que tomar más cerveza,
para sentirme así: nominal, soberano. Puedo ver a los demás a mi alrededor, y
están borrachos, pero solamente borrachos: su locura es falsa.
Salgo. Discierno al cuidacarros, y es un
tanto incómodo todo el asunto, para mí. Es como una suerte de temor vago y
desconcertante. No entiendo por qué me inspira la misma sensación cada vez. Y
sin embargo, bastaría con hablarle para recuperarme, para caminar cool, sacudir
la sangre. Otro día será.
Airborne
Hoy sí: me acerco con el aerosol/insecticida:
ninguna piedad o culpa. Las veo muy de cerca, casi las puedo entender y puedo
entender la psicología soliviantada que las mueve. Pero este entendimiento mío
hacia ellas es uno inverso, en negativo, factible sólo en una perspectiva de
odio.
Soy la compulsión del crimen, la sexualidad
de tantas ideas destructoras, el sagrado vehículo para ejercer una obra de arte
o un genocidio. Ubérrimo en mi rabia, vehemencia misma. Todos los
adjetivos asesinos son míos y propios, ahora.
El insecticida es directo y puntual. Mi
política de tierra arrasada. Todas unas putas. Las cucarachas, el pánico de las
cucarachas, los movimientos torpes, convulsivos, bizantinos. Se mueren en mi
cámara de gas, las busca el chorro aéreo de veneno mordaz y diseñado. Patéticas
en su agonía patética, se han dado cuenta que yo las odio, que mi desafección
no es una mera retórica doméstica, sino un verdaderogenuinoexclusivo asco.
No soy muy normal, y eso por culpa de las
cucarachas. Vivo en una realidad combada y esquizoide por ellas, sí. Tengo por
la noche pesadillas congestivas. Las quiero matar a todas.
Tercer recorrido
La ciudad, profunda de metamorfosis y
enucleaciones vitales.
Paso delante de un café breve y falso, con
vagos libros esotéricos y niños que quieren escribir y precisamente no
escriben. Si yo fuera más humano les diría: ninguna prosa crece en un café; los
cafés son sólo para desertores; las almas se pudren en los cafés. Me repugnan
en serio esas pequeñas conversaciones, esas sobremesas sin virtuosos, esas
fonéticas compartimentadas. A T también le cae muy mal todo esto, en esa clase
de cosas siempre coincidimos.
Tan pocos lugares decentes en esta parte de
la ciudad, tomada en general por la ignorancia, la falta de sensibilidad, la
mediocridad, el capital sin gusto.
Avances para un lugar en la historia
Un cementerio de cucarachas, una extensión de
muertes verificadas, un proceso de descontrucción vital.
Cuarto recorrido
Voy a comer algo. Las mesas están diseminadas
en la acera, y se tiene la impresión de formar parte de un escenario, de un
teatro de datos y transfusiones: la calle.
Odio demasiadas cosas en esta zona. Pero bien
puedo quedarme horas, contemplativo de sus aceras grietosas, tan específica y fascinante
es. Circulan delante de mis ojos todos estos personajes, figurativos, disímiles
entre ellos, escogidos de diferencia y subjetividad; y a la vez asquerosamente
iguales.
Cobardes de mierda, todos.
Yo lo que hago, en lugar de elegir genocidas
para que manden en el congreso, es sacar esta prosa, es combinar signos, es
elaborarme una mirada nervuda y robusta. Es mi jactancia. Esta página que
escribo ahora mismo, la escribo en la espalda de cada uno de ustedes: ya
sentirán su peso.
(Luego me saludan dos amigos –una pareja
desequilibrada y tierna–: han visto a T en un bar, dos calles abajo.)
La era posatómica
Como verdaderas hechiceras, como tránsfugas
fatales, las cucarachas han regresado a la vida. Es lo que siempre nos dijeron
de las cucarachas: que no mueren.
Poco destino y macilento el del ser humano al
lado de la vida de un insecto como éste. El bicho, tan pequeño, tan menguado,
es riguroso y electrónico; goza de inmunidad física.
Las cucarachas constituyen una especie
infranqueable.
Quinto recorrido
Muy cerca hay una tienda en donde se juntan
todos estos colegiales, que toman litros de cerveza y dicen cosas sin pensarlo.
Tengo mucha prisa por ver a T, pero me
encuentro en esta tienda a un viejo amigo (L) que vive ahora en México, y que
ha venido unos días. Justo acaba de llegar.
Es curioso, pero todos mis amigos
interesantes han vivido o viven de algún modo afuera de Guatemala. Es casi como
si no se puede ser interesante si se es residente.
Con L conversamos con cierta intensidad, y
siempre estamos en desacuerdo en cada tema que hablamos. Es un tipo tapizado de
referencias interesantes y además quiere ser cineasta. Maximalista, solidario
siempre con ideas vandálicas, por muy pendejas que sean. Siempre reímos mucho.
Ahora mismo estamos disueltos en varias
carcajadas seguidas y exentas. Nos hemos acomodado cerca de unas cajas negras
que reposan en una esquina. Otros hablan estruendosamente, como unos verdaderos
imbéciles, pero nos importa poco. Nos hemos embarcado en una conversación de
verdaderos amigos.
Todo está en rodearse de figuras perceptivas,
desdeñosas, creativas. Una raza selecta y superior de amigos. Mi grupo tiene
que ser el grupo de personas más segregativo, aristocrático, culto y enfermo de
todo el país. Afinados por la extenuación y el desencanto, y a la
vez llenos de proyectos ultrajantes y originales.
( )
Cucarachas: las veo
deprimido renacer.
El encuentro
Entro y está.
T, gin tonic en la mano, tanto le gusta.
Parece muy atenta a la música, al cabo que no me reconoce de un
primer vistazo. Es su método: cuando algo va mal, cuando todo es una absoluta
mierda, le basta con escuchar un disco de Jeff Buckley o Tom Waits. Entonces
sonríe: los ojos factibles, las bromas de vuelta. Las virtudes palingenésicas
del sonido, diríamos. Es cuando mejor me entiendo con ella.
La música. Una canción y el mundo gira en
sentido contrario. Aunque ahora no me sucede con la frecuencia de antes, de vez
en cuando escucho alguna rola y un agolpamiento de magnanimidad se produce en
mí. Quizá incluso más que con la literatura –como si ésta participase en mi conciencia
por medio de un sentimiento más calculado, o algo por el estilo. (Aunque bien
es cierto que ese efecto de la música lo siento cada vez menos. Y en cambio el
placer de una cuartilla aumenta, bien sea de ese modo calculado que ya dije.)
Es la música y su mitología espontánea, es la
música y su geometría narcótica, es la música y su elevación transparente. Una
buena rola es un paraíso presentido. Por eso lleva consigo siempre una
tristeza: la tristeza de saber que algo ajeno, hermoso, quizá
imposible, existe.
O es un recuerdo vago, como en Fantaisie, de
Nerval. Nostalgia o potencialidad: nunca algo real.
Saludo a T, finalmente, en medio de la
música, después de buscarla por varias horas, y abandono de pronto esa
enervación o esa inercia que es convivir conmigo mismo. Con T, somos dos.
Cuando estoy con ella, actúo vectorizadamente, por hablar así, cada azar lleva
su impronta compartida. No es siempre bueno, pero es bueno.
Esto funciona con dos. ¿Funciona con muchos,
con una sociedad entera? No sabría decir y, si cabe el egoísmo, no me importa
demasiado. O en todo caso, me gustaría postular lo siguiente: basta con vivir
equilibradamente, intensamente, amorosamente, jactanciosamente, hacia otra
persona, para vivir hacia todos de la misma manera. Es una ley posible.
La tarde cae. Con T compartimos los
escenarios itinerantes que la noche nos presta. Es una buena forma de sentirse
ocurrido y libre. Casi puedo sentir que no estoy en este país.
Medidas de hecho
En esta vida hay que tomar medidas de hecho.
Por ello y por lo mismo, llamo a la
fumigadora. Los fumigadores entran al departamento con sus instrumentos de
hacer muerte. Llevan máscaras especiales para evitar el veneno. Pero el veneno,
a decir verdad, son las cucarachas.
Sentirse raro
Vamos caminando con T por la calle. Pasamos debajo
de un árbol de flores, de olor ardiente. Es una experiencia casi mística. Puedo
comprobar este aroma fuerte y beatificado, y es como si tuviera cuatro años de
nuevo.
O como cuando se entra en un lugar, y alguna
canción está sonando, está ocurriendo, y es hermosa la canción, uno puede
sentir que todo es tan bello y desesperado. Una vez entré a una tienda de
discos en Inglaterra, más bien pequeña y perdida en cierta calle: y la canción,
la canción que habían puesto... nunca tuve el valor de preguntar de quién era.
Le comento a T que antes me había topado con
este amigo gay, en el bar justamente de la esquina. Y cuando le estoy contando,
ya muy cerca del lugar, nos enteramos que allí dentro ha sucedido algo. Basta
con ver los dos carros de policía, afuera, con sus luces girando –una
inconexión simétrica y visual. Hay mucha gente mirando.
Corro y voy, mordido por un mal
presentimiento. Un mal presentimiento que, desde luego, es mucho más que eso:
mi amigo gay, el más joven de los dos, sufre de un verdadero ataque de
histeria. Lo están tratando de calmar entre varios; está llorando sin
dirección, sin autonomía. Pregunto y entiendo: han matado al otro, el viejo
gay. Me cuesta sobreponerme: una sensación gástrica, irrumpida.
La historia, más o menos la siguiente: habían
hablado por horas, en seducción mutua y avanzada. En un momento se detuvo un
carro; un tipo se bajó, disparó a quemarropa. Un asunto sucio de coca. El otro
observó cómo le mataban sin tregua: canallescos y vitales,
emisarios de lo negro.
Imagino cómo debe de sentirse ahora. Su
crisis ha disminuido un poco en intensidad, y sin embargo no me atrevería a
decir que está mejor. Tiene una mirada curva, lenta, casi adoratoria, ya ni
siquiera juzgadora: ha visto: sabe. En su rostro, la hechicería misma de la
muerte.
Me siento cansado de pronto, resbaladizo, de
vida envilecido, algo así. T lo presiente, me toma la mano. Todas las
extensiones de mi vida se mezclan de un modo raro. No tengo tanto miedo de
sentirme mal, como de sentirme raro, últimamente.
Una melodía insiste en mi cabeza:
Kiss me, please kiss me...
Y para terminar
Generaciones y generaciones de cucarachas,
aplastadas una y otra vez. La lucha es recomenzar la lucha. Somos los eternos
maniatados. Esa complicación es nuestra forma de libertad.
Mucho se aprende de las cucarachas; de sus
pequeños organismos tórridos y dolorosos. Podríamos decir que las cucarachas me
inspiran un odio querencioso, y en ellas descubro la racionalización de mi
desencanto. Algún día escribiré el libro de las cucarachas, ilustrado con
grandes ideas adiposas y geniales.