¿La hora? Es tarde. Pero es que adentro de esta cabina
telefónica el tiempo no se percibe del mismo modo que afuera, piensa L. Afuera
es más temprano, afuera la noche aturde.
El tiempo depende del espacio. L recuerda alguna vez, en la
playa. Su padrastro le explicaba con figuras en la arena:
–Necesito entonces de cierta cantidad de tiempo para desplazarme
de este punto a este punto; por eso el tiempo es inseparable del espacio...
L piensa que la explicación de su padrastro es bastante básica,
que el tiempo y el espacio tienen nexos más sorpresivos, más inevitables.
La noche es una criatura mellada, reptante.
Ahora L recuerda un número telefónico, descuelga el auricular.
La idea, más o menos, es llamar a todos aquellos que de algún modo están
vinculados a él, y despedirse. Es una tarea fácil, piensa L. Y efectivamente lo
es.
¿A quién llamar? ¿A quién primero? Y bien, lo mejor es empezar
por algún amigo. Los amigos son discernibles, previsibles, manejables. Piensa
L: los amigos me quieren, pero no tanto: me necesitan como una referencia, y
ya: pero lo cierto es que seguiré siendo una referencia después de muerto.
Los amigos van a sentir una cierta envidia de mí, se dice.
–Ramón.
–¿Quién habla?
–L.
Y L le cuenta a Ramón.
–No estoy para bromas.
L cuelga. Nadie está para bromas, piensa. Vivimos todos un poco en esa
bancarrota moral, y lo menos que queremos son esas llamadas inquietantes y a
deshoras. Yo hubiera hecho lo mismo, y yo hubiera dicho lo mismo, se dice L.
El frío, el viento. Un viento apresador, que se introduce en la
cabina telefónica con una necedad extenuante. L, sin cigarros, no fuma. Qué
noche para morir, piensa, no sin cierto desliz, no sin cierta cuota de
literatura.
Descuelga.
Rosanna reacciona con desesperación, le suplica. Por favor. Y
qué va a pasar conmigo. Y yo qué. Pero la decisión de L tiene ya algo de
obligatoria, de ni siquiera cuestionable, de ni siquiera heroica. L no
argumenta; se limita a decir con una actitud agenciosa: te quiero.
Y cuelga.
Ya me empieza a gustar el juego, observa L. El viento. Odioso
noviembre. Noviembre siempre trae consigo locura, el viento es una locura
errante. L recuerda. En el colegio, con Roberto, que había decidido tragarse un
bote de pastillas. Estaban los dos, en el baño, un fuerte olor a meados.
Roberto empezó a tomarse una pastilla tras otra, diligente. L le vio, le dijo,
sin conmoverse: tengo que irme, ya me vienen a traer. A Roberto se lo llevaron al
hospital, para una limpieza. Vomitó por todo el colegio.
L llama a la casa de sus padres. Contesta su padrastro. El
padrastro está un tanto molesto por tener que sostener esa plática, y a esa
hora. L siempre fue un poco el bulto, la fastidiosa inconveniencia en la
hipocresía hogareña.
L le recuerda la anécdota de la playa, el asunto del tiempo y el
espacio. Pero el padrastro no sabe de qué habla.
–¿Quiere hablar con su madre? –le pregunta a L, en un súbito
enfado, solemne.
–No.
Cuelga.
Afuera unos niños, venidos de la nada, simplemente
aparecidos, juegan. L los mira, pero no entiende lo extraño de
la situación, no se pregunta lo obvio: ¿qué hacen unos niños jugando a estas
horas? En todo caso se divierte, al verlos. Su naturalidad –la de ellos– es
abundante, excesiva, hilarante.
La imagen de los chicos es inversa a la que L crea dentro de la
cabina telefónica. Y eso porque la niñez es lo único real. Ellos podrían morir
allí, en ese momento: no habría un gramo de patetismo, no habría ninguna dramaturgia.
L llama a Roberto, y Roberto, al saber el plan, el itinerario de
L, se pone eufórico, se pone feliz. Roberto ha tratado de suicidarse en otras
dos ocasiones, desde aquella primera vez en el colegio. Siempre infructuosamente.
Hoy cree que está condenado a vivir, hoy se sabe intocable. Es una
superstición, una creencia irrevocable, total, la suya. Pero el hecho de que L
vaya a intentarlo, y quiera quitarse la vida, le causa un goce jocoso y
visceral. Es como si él fuera el suicida, ya por cuarta vez.
A L le pone ligeramente feliz el hecho de saberse así de
querido: qué solidaridad, qué forma la de Roberto de estar allí: la amistad
existe. Gracias a Roberto, la capitulación tendrá algo de memorable. Ahora
ciertamente no hay modo, ni deseo, de desandar, de echarse atrás, de salirse de
la cabina telefónica.
Con Gustavo no fue igual que con Roberto. Gustavo sacó lo
evidente, y lo echó todo a perder: no, dijo: hay razones para vivir, yo también
quise hacerlo. ¿Te acordás, aquella vez en el carro? Etcétera. L no sabe por
qué llamó a Gustavo, si ya sabía lo que éste iba a decir, si ya conocía de
antemano su argumento. Quizá para mantener una disciplina, para no omitir a
nadie, por obedecer una estructura. Pero Gustavo es demasiado elemental. No
hace falta ser muy sobrado de inteligencia para saber cuál es su fisonomía,
cuáles sus entresijos íntimos, siempre deplorables. L le asegura a Gustavo que
ya se siente mejor, que no lo va a hacer, que todo se ha arreglado: sólo para
quitárselo de encima. Una vez calmado Gustavo, cuelga. Y descuelga.
Pero está ocupado, donde Luis.
L es como un rapsoda inmóvil que lleva la noticia de su muerte
por el auricular, por el cable negro y fatídico. El teléfono, qué invento,
piensa. Ha hablado ya con varios de aquellos que quiere o no quiere (que le son
importantes en todo caso), y sin embargo, ninguno de ellos está allí, con él.
En ese sentido, el teléfono es un invento conveniente. Y sumamente poético. Le
gustaría, a L, escribir el cuento de alguien que llama por teléfono.
L, reflexivo, se demora en esto... Por teléfono no hay tanta
cursilería, tanto drama, tanta faena. El teléfono es la manquedad espiritual
que la humanidad necesitaba, la distancia redentora para todos los dolores
necesarios. Es una lástima que muchos, tantos, tontos, no comprendan tan genial
instrumento: han adulterado el teléfono, y lástima, sí, pues nada hay de más
patético que una conversación telefónica y shakespeareana.
La noche también es un invento curioso. ¿De quién? La noche, qué
ulceración profunda, ya negra. La noche nos hace sentirnos individuales,
aislados, y a la vez no: delante de la noche nos sentimos inversos, vivos en
relación con algo. Y ese algo, esa inmensidad que nos desborda, es la noche.
L prueba llamar de nuevo a Luis.
Ocupado.
Pero igual ¿para qué llamarlo? L intuye cuál podría ser la reacción de Luis. Luis le diría a L, sin verdadero
interés:
–No seas idiota.
Y a L no le gusta que le digan eso.
La cabina tiene algo de protector, de materno. Nadie, nada puede quebrantar este recinto. Es un atrio de la
medianoche, un lento atrio de la madrugada. L percibe este sitio como un
universo personal, un mundo ya interior. Quizá una caja, una caja negra con
negras aristas beatificadas. Una caja negra y cuadrada para protegerse de la
noche fascinante y globosa. Un depósito hierático, lejos del mundo, lejos del
estruendo de las guillotinas. Los patíbulos son degenerantes. Hay que morir sin
mucho ruido, en una íntima vaporización. En una cabina telefónica. Con nuestro
propio yerbajo de conciencia, en nuestro cagadero individual, en nuestro
costillar humilde, envasados, solos.
L llama a Horacio.
Horacio lo toma con tristeza, pero no con una tristeza
histérica, como la de Rebeca, sino con una resignada, lírica tristeza. Quizá
Horacio sabe que hay un kilo de razones para matarse, y el hecho de que L
quiera suicidarse es una más entre ellas. Horacio es aquel que anda en los
cafés, con un libro de Pedro Salinas en la mano, con un pájaro vacío en la
otra. Hablan, los dos, con un desprendimiento de camaradas, con un humor
triste, apagado, definitivo. L oye las palabras de Horacio, que se van
alejando, como succionadas por la noche lactante.
L no sabe quién de los dos ha colgado.
Afuera juegan los niños con un paraguas. ¿Serán niños esas
criaturas sin forma, saltadizas, harapientas? Pero ¿qué otra cosa sino niños
pueden ser esos bultos que gritan su gemido doloroso? Y bien, ya ni siquiera
bultos: movimientos, confusiones, desplazamientos. L quiere descolgar pero le
invade una renuencia, una imperiosidad de su cuerpo. Inútil querellar: L sólo
alcanza a ver cómo todo de pronto se distrae, se hunde en la noche kilométrica,
de vuelta al mundo, sin marcas, todo en una huida lacrimosa y, sí, casi con
algo de feliz, con algo redondo, completo, sin particiones, y tan tenue. Entre
el cansancio, L alcanza a sentir cómo el mundo se gasta y se levanta como
polvo, como luz, al cielo oneroso.