BAJANDO por las escaleras, la fiesta. Las luces jubiladas en
esquinas ambiguas, el ruido, que no lo es, limpio y multiplicándose, esperado y
curvo. Y diríamos que la música, cuando toca un cuerpo, lo vuelve zoológico, lo
inspira.
D no baila desde hace mucho tiempo, D quiere bailar, D comprueba
de un vistazo las miradas olvidadizas, en trance, de los demás.
La música les cava a todos el cerebro. ¿Qué más?: el
caleidoscopio fatal, la seda del sonido, las figuras geométricas, frenéticas,
fonéticas, se entroncan, se disgregan, los gestos malversados, hay un lirismo a
chorros en esta escena, hay muchas penumbras que nadie igual mira, las palabras
arrojadas entre amigos, drogados o por drogarse, son palabras ahogadas en el
asunto auditivo, nazi, marcial, detractor, pacífico. Todos bailan, laboriosos y
exentos.
D se mueve entre los cuerpos, entre manos surgidas y relegadas.
Ya ha visto a tantas personas conocidas, que le ha subido una codicia, un
sentirse importante. Cada vez: como una panoplia blanda, dentro: narcótica es
la palabra, si no fuese lugar común.
MENOS exterior y más exterior, D baila. Las ramas nerviosas
parten del dj hacia todos, democráticamente. D experimenta una felicidad
emboscada en el vientre. La música electrónica está hecha de quintaesencias. Qué noche de pastillas, miradas. Podríamos congelar los cuerpos
ahora mismo, en una instantánea rotunda, y aún no diríamos que los cuerpos se
han detenido. Es tan poco lo que se puede saber de la fisiología de estos seres
adolescentes y puros. Ligeramente ereccionado, D mira a alguna, salivosa, con
dos: se besan y tocan, casi una película. Esa melodía violenta, hipnotizada,
inconsolable, constituye la uniformidad propia del delirio. ¿Es verdad que hay
tanta gente, es mentira?
Se desdibujan los rostros entre brazos y gestos.
Finalmente, una generación sardónica, volcánica, que no termina
de bailar, podría pensar D, pero no puede pensar. D, apenas adivinable, no
termina de bailar él tampoco. Se ha dejado guiar por la bordadura del sonido
–sonido, qué palabra sin sinónimos: parpadeante, el sonido; presagiado, el
sonido; cóncavo, el sonido. Y parece como si han aparecido de un modo
instantáneo todos allí. ¿Es humo eso o es el sonido?
CUANDO D tiene por fin la conciencia de algo, tiene conciencia
de que lleva un tiempo observando una imagen. El proyector deja en el techo una
abertura luminosa, indetenida. Es una animación: como brutal, como hecha a la
ligera. Pero, justamente, allí la intención. La imagen-animación trata de este
hombre que intenta volar cada vez, y cada vez se rompe los dientes. Simple, el
dibujo: blanco y negro: el hombre que intenta volar y cada vez se rompe los
dientes es en realidad una raya negra y titilante: y eso basta para darle
sentido, unidad, intención. Qué curioso: cómo alguien lo ha captado en ese
espacio.
D, por momentos, no sabe si se siente bien o mal, y eso no es
sino signo de que bien: se siente bien.
D SE ha encontrado con unos amigos, viejos amigos. Ellos han
traído a la fiesta a un niño, niño pobre, niño de la calle.
–¿Quién es? –D señala el niño.
¿Cómo la imagen? D haciendo conversación, exento y cool. El crío
ni caso, pensando en otra cosa, deslumbrado. El dj, como un guerrillero,
realiza la canción, recluta hilaciones, transfigura el ambiente. Eso es lo que
le ha llamado la atención al pequeño: los ángulos, las dentelladas auditivas,
las tangencias. Tanto más ahora que ha comenzado una canción ascendente y magnetizada;
membranosa.
El grupo ríe con estruendo, mientras hace circular pastillas.
Vivas las carcajadas, vivas sobre todo en los rasgos huesudos y completos del
leve cuerpo consciente, el niño pobre. Su mirada de chispa y negligente también
tiene algo de risa huidiza. Cada vez curioso, más entusiasmado cada vez,
animoso y entusiasta el grupo del cual ya forma parte.
Pero ellos, sus bromas son sardónicas, sañosas, crueles:
crueles, incluso. Risas irónicas, pancreáticas. Los dientes de las personas
ocupan un lugar en el mundo. Y D no se siente de pronto tan bien en este grupo,
con esta gente. Los dientes. Y le da pena cómo tratan al niño. Sonriente, y sin
saber nada, curioso. La música parece ofender alegremente sus ojos.
D ha optado mejor por alejarse, dejar al crío a su suerte,
atender la música ofrecedora del dj. Pues aún le arde esa sensación velluda en
el vientre, aún faltan horas de noche.
D BAILA toda la noche.
EN UN momento, una náusea súbita. ¿Náusea? No, sólo un deseo de
no bailar más. D, ahora adosado contra un muro, les mira a ellos, los que
bailan, y se pregunta de dónde vienen. D puede sentirse de pronto sin relevancia
ante esta masa de gente, ante tantos destinos, probablemente tan o más
interesantes que el suyo, o probablemente inferiores, pero destinos igual,
distintos al suyo, indiferentes. En un momento le roza muy cerca alguien, y por
un lapso le mira, a D, y algo tierno y demoniaco, disentido y sublime, sienten
ambos al verse.
D decide moverse, y tendrá que hacerlo por entre las emociones
de los demás; sus formas de acopiar el espacio. Pero hay siempre más espacio
que intenciones, que ritos, que glorias. Es la verdad. D puede sentir una
especie de ligera complicidad con el sótano, este sótano que los compacta a
todos y que, de quererlo, podrá ahogar a cada uno de una vez, sin más.
Se mueve hacia al baño. Un baño para su sorpresa muy grande:
allí la gente baila igual como afuera. Se escucha menos el sonido pero no por
ello se sienten menos convocados. Gozan; porque gozan y son púberes y sucios.
¿Hay que elegir escenas específicas, concentrarse en un detalle; admitir el
todo como el todo? Tan divertido... D no quiere perderse nada. Se instala en
una esquina, cerca por cierto de uno de los varios excusados que hay, en donde
algunos se están dando las rayas, y otros intercambiando fluidos, es obvio. En
el retrete más cercano, varios gemidos buscan su lugar en la algarabía alegre.
La droga se abre en D, libera sus instintos, sus sortijas de
humo. Entre los que allí bailan, el intercambio es tan natural; todo es
intercambiable: un beso oscuro, una
pastilla, una indiferencia. Son como prestidigitadores modernos; engañan:
parece que tienen emociones, pero en realidad, y de poder acercarnos, sólo
encontraríamos impulsos, secreciones, consignas fisiológicas. Y poco más. A un
lado, los gemidos se hacen más chillantes. Más urgentes.
Algunos están como D, quietos en su esquina, ahorrados. Indican
algo en el ambiente, pero no se sabe exactamente qué. D los mira, y qué sentido
de fraternidad se levanta de su parte hacia ellos. Hay uno llorando, es
cierto, está llorando, y nadie se sorprende al verlo, y él mismo no parece
incómodo de estar así, tan declarado, llorando. La música se encoge. Del
retrete salen más chillidos. La música.
Verdaderamente, los chillidos del retrete ya se han convertido
en algo francamente escandaloso.
Abrupto; alguien cercano a la puerta la abre; alguien comprueba sin entender nada que es al niño pobre al que violan, allí atrofiado entre todos, entre los amigos, pero parece no eso, sino una cosa de un gran director de cine. D se da cuenta a medias de todo el asunto. Fellini, qué grande es.