Hospital

Una crisis nerviosa, una cosa por el estilo. No tardó mucho mi madre en darse cuenta de lo que estaba pasando. Directamente al hospital, sin mayor preámbulo. Me durmieron al nomás entrar, y no era para menos: gritaba como demente. Despierto y está mi madre a mi lado, claramente precupada. Yo, un poco más devuelto a la realidad. Creo que le digo algo, algo reconfortante, algo que le sirva...; luego le pido que me deje solo, y ella, naturalmente, entiende.

Fuerte sensación de extrañeza, más que todo. La extrañeza es peor que el dolor en sí, y eso porque cualquier dolor es sublimable, y en cambio la sensación que otorga lo raro no tiene modo alguno de dejarse tomar, no tiene asideros. La lámpara, delante de mí, proyecta una luz hechiza, declinante. Me recuerda a una lámpara que yo tenía cuando niño. Alguna vez, jugando, la rompí. Me asaltó un ligero remordimiento, y sin embargo no puedo decir que era un objeto que me importaba, en alguna manera.

Entonces siempre tenía esa clase de sentimientos.

Mañana es día de trabajo, pienso. Desde luego, no voy a ir. En realidad, no podré trabajar de nuevo más, y eso no me causa mayor agravio. Es normal, me digo, ya no trabajar.

Puedo sentir el cuerpo ligeramente distinto. Alguna droga me habrán puesto encima. Me divierte esta emoción física, baja, ambigua, casi hipotética. Muy a tono con toda la serie de pensamientos, intuiciones, sensaciones sobre todo, que me aturden, como una constancia callada. Afuera del cuarto puedo escuchar los grillos, la jerga de la noche. Un ruido laico y continuo –como una planta de electricidad– se fatiga sin demorarse.

Vanamente, por lo demás.

El ronroneo me envuelve en una suerte de sopor. Algunas imágenes... En general odio los hospitales, pero no es el cuarto, no es el suero, no es la asepsia lo que esta vez me molesta. Debe de ser a lo mejor algo adentro, una adherencia mental, una serie de pensamientos, de cálculos atropellados y baldíos. Ideas..., una electrización sin mayor consecuencia, y no obstante con su tino exasperante. Estoy cansado, pero a la vez no puedo del todo dormir.

No tardaré en sentirme desesperado.

La puerta se abre; entra una enfermera. Esto lo siento como parte de una escena de teatro, y es como si todo ha sido dispuesto de antemano, cinematográficamente. Me hace algunas preguntas concisas y diplomáticas –es una mujer que conoce su rutina– y yo contesto sin contestar. Habla algo de una inyección, parte.

 “Se pudren los gatos”. La frase me viene espontánea e irreal, y con un dejo de tristeza. Tan perfecta, tan revelada, me quedo con ella un rato. Hasta el momento en que vuelve a entrar mi madre, y con ella mi hermana. Solidarias, es cierto, pero a la vez incómodas. Yo estoy incómodo de su incomodidad.

–¿Cómo...?


–Estoy bien.


Hablamos. Un gran rato.

Alguien o todos reímos, en un momento dado, en un lapso de distensión reconfortante.

El humor es también extraño.


¿Estará lloviendo, afuera?


Me siento censurado por una serie de preguntas, ni siquiera formuladas, que me invento, que me asaltan vagamente. Normalmente, pienso con más claridad. Hoy: dibujos sin enclave, los pensamientos; acuosos. En la pared cuelga un cuadro que no me dice mayor cosa. No me gusta; no me molesta, a la vez. En los hospitales, es frecuente esto. Echan mano de la gratuidad beneficiosa de estos objetos, que viven en un presente inocuo e inerte. Habría que vivir en esta frecuencia, uno también: exonerado.

Se pudren los gatos.

Entra de nuevo la enfermera, es hora de la inyección. Se despiden mi madre y mi hermana. No pregunto qué me inyecta –¿y si fuese demerol?, pero lo cierto es que en mi caso no viene al caso, supongo. Entonces sí es cierto que está lloviendo afuera, y eso aumenta o relaja mi nerviosismo. Me tomo la mano, con un cierto candor desesperado. Creo tener miedo.

Así empezó la crisis.

Es obvio que no es demerol. Las sábanas son de una blancura desconcertante, y de similar blancura las paredes. En un lugar como éste no puede uno sino sentirse confinado, mental. El discurso médico provoca la enfermedad, es cierto. Lo hace con este tipo de detalles.


* * *


No sabía bien si quedarme tirado en cama toda la mañana o levantarme. ¿Cómo escoger, en verdad? Es un dilema que me ha acompañado toda la vida. De niño, era lo mismo. Están los que duermen, rehenes de una emboscada: una emboscada de pliegues. Y los otros, mordidos por el día, escapados del sueño. Nunca supe cuál era mi lado.

Me decido y me levanto. Los hospitales son lugares muy literarios. La estética organizada de la enfermedad. Cuántos pacientes, hoy muertos o vivos; cuántos cánceres heroicos; cuántas biografías de sangre y sus mil circuitos. Una obra maestra.

Me demoro en una sala de estar, dispuesta para los enfermos de esta ala del sanatorio. Una luz abundante y cerciorada se posa en los elementos: planta, sofá, señor. El viejo (¿cómo pudo llegar a esa edad?) habla solo, en una borrachera discreta de palabras. Me siento a su lado.

Sus manos juntas, como un desastre de arrugas.

Tomo el control de la televisión, atado a la mesa con una cadena de metal. El viejo no parece darse cuenta de lo que sucede en la pantalla, quizá subesti- mada ante el chorro apresurado de sol que entra por la gran ventana. Me detengo en algún cartoon, pero no entiendo nada: líneas, cinética: no puedo prestarle a eso ningún sentido, no puedo asirme. En un momento, me exaspero, cambio de canales con gran velocidad, con morbo.

Apago.

Deambulando, llego a la sala en donde dormitan todos los niños recién nacidos, en cunas como cajas de cristal. Letárgicos, compactos de vida, coincididos con su materia. Y parece a la vez que la sustancia de estos pequeños entes es el sueño mismo, lo insondable.

A mi lado, estas personas se regocijan de éste, de aquel bebé. Celebran la vida, y eso me parece raro. Es decir: siempre me ha parecido raro eso de celebrar la vida; pero antes era una rareza racionalizada, retorizada, por decirlo así. Sin embargo hoy es distinto: hoy en serio me parece muy raro. Es como un cliché que no funciona como tal.


* * *


Caminando por el pasillo –es de noche– me muerde una gran curiosidad por entrar a un cuarto, a cualquier cuarto. Entro a uno cercano, y hay una familia entera dentro, todos afirmados en un silencio grave y aflictivo. “Perdón”, murmuro, salgo.

Intento otra habitación, y esta vez no hay nadie, salvo el enfermo –enferma, de hecho– que duerme un sueño pacífico. Es una señora visiblemente mayor, con grandes arrugas absueltas en el rostro. Una primera impresión, y he notado ya cómo este rostro dormido brilla, sobresale en el ambiente más bien caliginoso del cuarto. Me deslizo hasta llegar a la silla que está a un lado. Me siento: la veo.

Demoro la vista en una pulsera que tiene puesta, una pulsera rara para una persona de su edad, diría.

Es incluso bella, a pesar de los años, y el tiempo no ha ejercido algún despecho insondable en su persona. Me siento de pronto animado, físicamente animado; erotizado, casi. Turbado, me levanto. Cuidadosamente abro la puerta, la miro una última vez antes de salir.


* * *


Me han visitado varios amigos y me he puesto a pensar en cómo los desprecio. No bien han entrado y me deprimo, el ánimo y el espíritu de pronto agrios. La amistad es el tedio. Bromas, interjecciones, palabras: el tedio. Con el tiempo, me volvería gustosamente más aislado, más aforístico, equidistante con rabia igual de todas las personas que me rodean.

Con mis amigos tuve hoy una conversación discordante, y piensan que es porque estoy enfermo de los nervios, pero en verdad es por ellos. Apenas si pueden arrancarme una sonrisa. Me he portado bastante correcto, con todo, y he sabido contestar a cada una de sus preguntas, diligente. Pienso que no voy a deshacerme del todo de ellos, y eso pues son el último puente que tengo con la humanidad. Además, digamos que me interesan para examinarlos. Lo malo –lo cierto– es que se me vuelve cuesta arriba amortiguar el desagrado metálico que siento cuando les hablo. Tengo que inventarme algún cariño, exhumar cualquier anécdota pasada y valiosa que me una con la persona.

Hoy no era un buen día para ver a los amigos. Los amigos son la certeza de una biografía, y peor aún: de una biografía compartida. Los amigos me han recibido a lo largo de los años, son en alguna medida la herencia de mis gestos. Y por ello me dan un poco de asco. El hombre idóneo, el menos infausto, es el desconocido.


* * *


He regresado y nadie en el cuarto esta vez. La melodía sale de un discreto equipo de sonido, en la esquina. No soy gran conocedor de música, pero esto lo conozco bien, aunque me resulta imposible localizarlo. Me acerco, y puedo ver el disco compacto girar. En este sitio –no había caído en la cuenta, la otra noche– no se percibe ese olor, el olor a hospital, esa unción de enfermedad que se respira en general en estas habitaciones –en mi propia habitación por ejemplo.

Cierro los ojos: una melodía cauterizante; a veces, una tensión, un abatimiento dramático, una dulzura que cabalga. Escucho. Una nota se demora, obvia en su profundidad, revelada en su designio, indeclinable. Es una música que se impregna por momentos de raras violencias. No puede entenderse esto como una serie de músicos regulados; aquí hay intimidad... y los diálogos, los contubernios, las secuencias. En general melodías como ésta me resultan empalagosas, con tantas manías galantes... pero esa flauta... no hay nada como un músico que toca con verdadera convicción su propio instrumento.

El teléfono suena, de pronto, se tropieza contra la música, como una incongruidad. Entonces entiendo que no debería estar aquí. Retrocedo, y en no sé cuál tartamudeo de gestos, hago rodar un vaso. El vaso gira, en un momento cae, en algún momento se quiebra. Estoy en la mitad de la habitación, detenido, en pánico. Así permanezco por varios minutos, como en un paréntesis insoportable y sedicioso.

Nadie entra.
Como la otra vez, salgo cuidadosamente.


* * *


No he querido pensar. Porque pensar, pensando es cómo se va quedando uno solo en una silla. No me ha venido a visitar. Creo que ella se vuelve un poco loca, cada vez. Y en su locura se olvida de cosas como ésta, de visitar. Tal vez también ha convenido con una idea fija, con un dolor hímnico, hilarante. Digo lo siguiente: cuando es tanta la confusión, es necesario llegar a un punto de no regreso, no importa cuál.


* * *

Desde una terraza del hospital, me he puesto a ver las nubes. O la nube, casi, pues en el cielo sólo hay una grande, compuesta por muchas, que cambia y se disloca cada vez: lento y seguro. ¿Qué saturaciones, qué pactos, qué traiciones?

Voy a caminar por allí y pienso en los enfermos, que he tenido que observar necesariamente. Por ejemplo, esa señora amarilla y comatosa que ahora mismo mueven en una camilla rodante. O la otra vez, que pude echar un vistazo dentro de una habitación: un niño, un tanto atrofiado, diría, había sufrido un accidente: tubos, aparatos. Pequeños gemidos trastabillaban, salían de su boca intuida.

Pienso en los familiares, que han sido obviamente superados por la circunstancia, por alguna circunstancia –de ello trata el accidente físico, ¿no es cierto?– y sin embargo han logrado juntar braveza, como una fuerza inequívoca. ¿Tendría yo la disposición de estar a la altura de mi contexto, de enfrentar? Dudosamente.

Me pierdo en ligeras meditaciones, en ligeros pensamientos encubridores.

María (y qué otro nombre, con ese aire de santidad, y ese uniforme casi religioso), la enfermera María me saluda, compacta:

–¿Y cómo se ha sentido esta mañana?

Me pregunta, no cómo me siento, sino cómo me he sentido. De entrada, asume que me he sentido de muchas maneras, como suelen hacerlo los enfermos. Es que de hecho lo soy, soy un enfermo.

–Raro, me he sentido raro –corroboro.


Devuelto a la terraza: la nube es grande y gibosa. Serena, gravita, estupefacta. Aquí, viendo esta nube, se pueden tener pensamientos sublimes y permanentes.

(Es curioso, pues lo cierto es que ha sido por pensar que tuve el achaque nervioso. Pero ahora siento que puedo a partir de ello, de la crisis, pensar con alguna libertad preocupante: ¿es que ya tengo la capacidad de pensar así, sin angustia? ¿no es angustia lo que debería sentir al pensar esto? ¿he extendido mis capacidades de dolor?)


Una mano se posa en mi hombro. Es María, de nuevo, me avisa que es hora de tomar no sé cuál pastilla.


* * *


–¿Y su nombre es...?

Pensé que estaba dormida; no era el caso. Me pregunto si la otra noche estaba asimismo despierta, todo el tiempo, yo sin saberlo.

–Perdón, me debí confundir de cuarto...

No debí decir nada:


Me contradice inmediatamente:

–Lo vi entrar, la última vez.

Ante mi silencio, añade:

–Mi nombre es Sonia.

Sonia, pienso.

–¿Y cuál es su nombre?


–Maurice.


–¿Maurice? Ya veo, ¿ascendencia francesa?


–No. Belga, más bien.


Con un gesto difícil extiende la mano y toma una pequeña caja negra, que abre: y una música sale al ambiente, se adhiere y fociliza en las cosas. Granjeamos con Sonia palabras y expresiones ausentes. Me muevo, quizá para apreciar el cuarto, quizá para no sentirme hundido en una inmovilidad humillante. Ella piensa que me voy, y dice de improviso:

–Maurice, a ver, quédese; es buena la compañía.

Asiento con un gesto. Me muevo en la habitación.

Es una mujer que antes fue bella, eso es lo obvio. Y todavía lo es, de alguna manera. En algunos ancianos, las arrugas presentan una suerte de brutalidad. No es el caso de Sonia, que de la ventana recibe una luz, capturada ésta en su momento más tierno y tamizado.

No había visto la vez pasada una fotografía, a un lado; no estaba, me lo parece.

–Es mi hija –explica.

No puedo hacerme de ella ninguna impresión. Mis pensamientos gozan de una extraña elasticidad, han dejado de ser pensamientos, son movimientos eléctricos, solo.

Con su mirada de pronto perdida, de pronto arbitraria, dice:

–Un hombre interesante, eso... yo sé de estas cosas.

¿Se refiere a mí?

Agrega, sin visible hilación.

–Usted sabe, Maurice, que hay que aprender a estar enfermo, que eso de ser un enfermo es un arte.

Hay un cuadro, el mismo que hay en mi habitación. Ese falso decoro... Me obsesiona.

Sonia se descubre el pie, antes cubierto por la sábana:

–No me gusta –dice. Mi pie no me gusta.

Perplejo, no digo nada.


Ella continúa, en el mismo tono inclusivo:


–A veces lloro cuando me veo el meñique. Esta clase de cosas estropea la conciencia.

Y pregunta:

–¿No le gusta la música? A mí me gusta muchísimo. ¿Podría...?


Enciendo el equipo de sonido:


La misma melodía de la vez anterior: hay algo de santificado, hay algo de taciturno, hay algo de viscoso en esta melodía: es una melodía compleja.

Por la ventana insiste una luz lactescente, y se mezcla con la música, de un modo diría reconfortante. Sonia está cubierta por la sábana atropellada y murmuradora. La sábana es una antología de momentos y pliegues; las arrugas de la sábana son una exten- sión de las arrugas de Sonia: ninguna violencia. Se han derramado las arrugas de Sonia en la cama, en bifurcaciones tornadizas y suaves.

¿No había visto una curiosa pulsera en su muñeca, la última vez?

Sonia se ha quedado callada, perdida en la música y su parpadeo incesante. Puedo ver su meñique, el meñique del pie que tanto odia.

Alcanzo a sentarme, y los dos callados, los dos juzgados por esta escena única y confiscada.

–Sonia... –intento.
Pero no me escucha, es claro.
Me he levantado. Me despido. Me despido con un gesto olvidadizo.


* * *


Veo las nubes y, abajo, los árboles, pocos, es cierto, en el jardín. Me he cansado ya de caminar en los pasillos, y sentirlos adelgazar detrás de mí. Cansado de ver, uno a uno, a los enfermos, los rostros vejados, ajados los rostros por la enfermedad, todos parte de la gran enfermedad inagotable, bautizados por la gran miseria física...

Camino y hay que helarse de pronto, al ver a ese niño de cuencas terroristas. El embeleso del dolor asimismo en esa anciana, comida por quién sabe qué cáncer. No podrá, aunque quiera, tomarse la greña vieja, implorar. ¿Cómo agitarla, y qué decirle? El suero cae, en lenta disidencia al magro cuerpo. Es lo suficiente para sentirse uno blando, sin fuerzas, mullidos los huesos, como césped.

No, es mejor no caminar, es mejor tomar a sorbos del agua, y sentirla viva en uno, y sentir el vaso vivo también en mi mano.

Porque detrás de alguna puerta, alguien resbala a su muerte. Y lo hace como cuántos antes. Pero el grito de anteriores enfermos se ha desleído en los muros blancos para siempre, y nadie habrá de recordarlos. Es una muerte eficaz, beneficiosa, una muerte de hospital. Los muertos se imitan. El vaso cae. Se quiebra su contorno fatal, y es casi como un respiro de fragmentos en el suelo.

–¿Y cómo se ha sentido esta mañana? –pregunta la enfermera.


* * *

Las tijeras tuve que pedirlas a la enfermera, con el pretexto de hacer unos recortes de una revista, o alguna incongruencia parecida. Las mantuve conmigo, debajo de la sábana, vigente su borde frío debajo de la pierna. Mi madre me vino a visitar, y todo el tiempo estuvieron allí, y esperaban, como yo esperaba.

No escuché nada de lo que me dijo, mi madre, y supongo –por el rostro, las lágrimas– que era algo importante, pero no pude prestarle atención, es la verdad; las ideas se sucedían, todas parecidas unas a otras, todas la misma. Después de un rato, mi madre se fue, desanimada.

La noche cayó. Sentí la presencia de las cosas más que nunca; y yo pensaba –acostado, la sangre apretada, madurado en la oscuridad de la habitación– en Sonia. Sentí la fuerza, el extraño pedazo de voluntad en el estómago, ¿en dónde había encontrado las tijeras?... ya lo había olvidado. Me asomo en un momento a la ventana, y creo entender que la noche neurálgica, que el cielo palpado quiere decirme algo... ¿Qué cosa es? Es una cosa de soledad, es cierto, la soledad que habita y roe, pero es otra cosa, también:

–Los gatos se pudren –digo en voz alta, y entiendo que detrás de la frase, inocente en apariencia, en verdad se pudren los gatos...

Salgo. Es tarde, a todo esto, y no hay nadie afuera.

Camino por el pasillo de pronto real, reconsiderado, posible. Camino sin cautela, seguro de mi designio, dueño de la circunstancia: dañado, mental. Casi puedo prescindir de la realidad y sus bordes infectos, sus junturas tercas. El aire del hospital es el aire mío hacia afuera.

Llego por fin al cuarto.

Adentro, en la oscuridad. La luz de la luna entra por la ventana, es correcto, pero no lo suficiente para iluminar a Sonia –ahora y apenas un bulto en lo negro, en la sombra lacerante. Me deslizo en el cuarto.

–¿Despierta? ¿está despierta? –y deslizo el nombre, suavemente:

–Sonia...

Ninguna respuesta. Espero uno, cuatro minutos, casi jadeante, y la garganta obliterada me impide respirar. El cuadro, su presencia coagulada en la mitad del muro. Me acerco a la cama, hasta poder distinguir su rostro primero agazapado, después paciente, luego obvio: los ojos cerrados. El brazo alargado, la pulsera... La veo, casi una niña; la toco, mis dedos recorren de muy cerca la piel. Tomo suavemente la sábana: un movimiento calculado, demorado, hasta que el pie queda descubierto. Ella aún duerme.

Las tijeras: una fascinación a mis ojos. El rostro hierático de Sonia. Silencio. Nada se deposita en el ambiente; no hay sonidos. Me puedo ver casi desde fuera; alzar los ojos al techo, cerrarlos, apretar, férreo. Y luego, cuando abro los ojos, el susto en los huesos, en las uñas. Me espanto, y no por la sangre, no por el pequeño meñique presentido en la sábana roja ya muy roja, sino porque ella había estado despierta todo el tiempo. Lo pude notar en su mirada espesa, y entre objetos e instintos, el mismo fracaso expectante: el grito que nunca salió de su boca.

De pronto me siento como un impostor, un advenedizo; en la cabeza me tiembla la melodía que había escuchado antes, en este mismo cuarto.

–Sonia...


Inmóvil Sonia, en la cama. Sonríe.
Creative Commons License
Sala de espera by Maurice Echeverría is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International License.