D toma su vaso exactamente cuando su esposa deposita el suyo. D
está en un bar y su esposa en otro.
Lo complicado del asunto es que el bar en donde está D queda
justo enfrente del bar en donde está su esposa, y su esposa, que le engaña con
otro hombre, no lo sabe.
D se siente a gusto en el bar que ha elegido. Ha sido hecho de
acuerdo con su estatura, con su clase social, con sus propósitos, con sus
exigencias estéticas, etc. Además le gusta cómo están dispuestas las botellas
de alcohol, pues conforman una sucesión clamorosa, indistinta, y ajena a toda
posibilidad de segmentación, acaso prevista por una mente profundamente
heurística y articulada, con un fuerte sentido de coherencia, una mente que
entendió que unas botellas de alcohol –más que unas botellas de alcohol– eran
en el fondo los instrumentos únicos para consagrar una sintaxis, una
construcción, una estructura que nace de la confabulación elegida de sus
partes, pero que es a toda costa independiente de éstas.
D mira por la ventana, mira el bar de enfrente, piensa si sería
una buena idea tomarse unas copas allí. Por fortuna mira el bar de enfrente
unos segundos después de que su esposa desfila en un lugar que pone en peligro
la situación que ambos viven, el equilibrio urgente y desconocido que formulan, que los mantiene seguros,
blandos.
D deja de pensar en el bar de enfrente pues le distrae una idea
voluptuosa: tiene una buena esposa, es feliz.
En algún lugar del bar en donde D se siente tan a gusto se cae un vaso. Un vaso, al caerse, provoca un ambiente
expectante, posible. Todo el mundo dirige su atención al lugar en donde se ha
caído un vaso. Es normal que se caigan vasos en los bares.
En ese instante D predice, produce, promueve un ligero afán:
quiere ir al baño. Se levanta, pasa al lado de un vaso que se ha quebrado un
momento atrás, entra al baño de hombres.
La esposa de D entra a su vez al bar en donde está D a comprar
unos cigarrillos que no hay en el bar de enfrente, o sea en el bar en el cual
ella engaña a D con otro hombre. Observa el lugar y le dan ganas de tomar algo.
Piensa que sería el lugar perfecto para engañar a D pues D jamás entraría allí
a tomar algo: no es un bar hecho a su medida.
Para mientras D está delante de un retrete y con- sume cocaína.
En un momento observa el baño: discreto, perfecto, clandestino. Además tiene
una luz blanca, confidente, que lo cubre todo. Definitivamente este bar está
hecho a su medida.
Sale la mujer de D del bar. Dos minutos después sale D del baño.
Ya delante de su vaso, D se da cuenta que afuera –en la calle–
está estacionado un carro idéntico o casi idéntico al de su esposa. Sabe sin
embargo que es imposible que su esposa esté cerca pues su esposa ha ido a
visitar a una amiga (aunque le bastaría aproximarse al auto para saber si
verdaderamente es o no es el auto de ella). En el fondo le agrada que algo le
recuerde a la mujer que ama, lo que no es motivo suficiente, por supuesto, para
no fijarse en una chica que acaba de pasar a su derecha y que le mira con
libidinosa, urgente atención.
D la observa. Piensa que le gustaría acostarse con ella,
emborracharla y acostarse con ella. Se levanta.
La esposa de D se ha levantado y ha ido a traer algo al carro.
Afuera, en la calle, se siente ligeramente infiel y una suave sensación de
tristeza la inunda de pronto: ¿y si D la estuviese engañando? ¿y si la ingenua
fuese ella? No soporta demasiado la idea pero al fin de cuentas toma lo que
tenía que tomar de su auto (un objeto delator, una sustancia comprometedora) y
regresa al bar, a su amante.
D a todo esto ya está hablando con la chica: la está
emborrachando. El tema de conversación es anodino pero la conversación del tema
es sensual, y eso es suficiente. Siguen charlando por una hora y el bar se
reduce paulatinamente al espacio que ocupan: al recin- to de gestos, palabras,
sensaciones que han inventado. De pronto D se acerca a la chica y le murmura
algo al oído. Se levantan los dos y se dirigen al baño de mujeres. Entran, se
encierran, se tocan. Ella lo toma del pelo. Él la levanta y la coloca sobre el
lavamanos. Todo funciona a la perfección: de un modo rápido, violento,
higiénico.
Lo que D ignora es que su esposa ha entrado con su amante al bar
y se ha sentado al fondo, en un sitio oscuro pero no oculto, vago pero no
secreto.
Por fortuna, la chica con la cual D ha entrado al baño se ha ido
presurosamente. De seguro ha sentido un ligero pánico, se ha sentido culpable, irreversible: es una
chica joven y sus padres la esperan.
A D no le importa mucho lo de la chica. Se dirige a la barra y
se sienta (imposible ver a su mujer desde allí, pues su mujer está detrás de
él). Pide un whisky y cancela su cuenta. Una caja negra distrae su atención.
Está sobre una mesa, no es muy grande, no es muy negra: sólo lo suficiente. D
imagina que el bar está dentro de una caja negra y que nadie puede salir de un
bar que está dentro de una caja negra.
De pronto se rompe un vaso. D se pregunta si es conveniente
darse la vuelta y observar el accidente (que le ocurrió, por supuesto, a su
esposa, aunque eso él no lo sabe) pero al fin de cuentas piensa que darse la
vuelta y observar el accidente es equivalente a formular y repetir una actitud
colectiva que viene a corroborar lo previsible que es el ser humano, cuya peor
tara es estar sujeto a una morosa cadena de causas y efectos, a una forma de
determinismo que acude a ciertos mecanismos de resignación, de indolencia
mutua, de mímesis injustificada, mecanismos consumidores del mensaje
individual, de la penetración subjetiva, de la voz particular y ajena en todo
sentido al cuerpo social y gregario. En suma: D no quiere darse la vuelta.
D termina su whisky, se levanta, y se va. Su esposa, que recoge los vidrios rotos del vaso roto, lo mira.