Casa

Hoy como cada noche, no encontraré al anfitrión. Llegaré a su casa, como siempre, pero no lo encontraré.

Tocaré el timbre y me abrirá la puerta un extraño. Será posible distinguir, al fondo, el bar. Muchas personas estarán en lo suyo, bailando.

Buscaré al anfitrión con la mirada. Para entonces ya varios me habrán saludado, me habrán admirado.

Rodeada de gestos, de saludos efusivos, avanzaré al bar, y todos me vigilarán con miradas pasmosas y exaltadas, y todos intentarán detenerme con dudas y caricias: seré, de nuevo, la piedra oscura de la noche: mi sonrisa brillará por doquier.

La fiesta entera estará confinada a un tinte rojizo, escarlata. Alguien me dará algo de tomar. Risas y abrazos; bromas aéreas y casuales. El bar –cada vez más cercano, próximo, posible– no podrá disimular su lasciva insistencia: es por eso que, a pesar de todos, llegaré a su recinto fatal, a su geografía húmeda.

Tomaré muchas bebidas y fumaré en exceso. Alguien me dará alguna droga, o varias: me sentiré más a gusto para caminar por la casa y buscar al anfitrión.

Pensaré en cualquier momento que existo allí y por lo tanto que no existo en otro lado y por lo tanto que existe otro lado. Más tarde pensaré: efectivamente existe otro lado, y éste existe porque yo no existo en él.

La muchedumbre será un cuadro móvil: pliegues, bordes, tensiones. Movimientos extraños y fulminantes. Todos los presentes formarán parte sin saberlo de un solo cuerpo que constantemente se acomodará a una forma cambiante.

En un momento me daré cuenta que soy una inventora de mi espacio, una demiurga de mi contexto. Así, al caminar haré que los demás caminen de cierto modo: en relación a mí. Al elegir una posición le daré una posición al mundo. Descubriré extensiones, crearé cercanías: seré una diosa de las distancias.

Bebidas, besos, risas. Preguntaré por el anfitrión y se burlarán de mí. Pero, insistente, le seguiré buscando.

Llegaré a un cuarto. El humo tendrá allí algo de presuntuoso, de despectivo. Imposible será saber las dimensiones exactas del lugar. Además estaré ocupada pues habrá muchas presentaciones, excesivos abrazos. En la esquina de la habitación notaré una caja negra.

Todo tendrá que ver con el espacio: la luz y la sombra; el color escarlata, infranqueable, insospechado; las caras, grotescas, hermosas, irregulares.


Una mujer nocturna –un incienso en cada mano, un cigarrillo largo y elegante en la boca– pasará a mi lado, cantando, conveniente y fatal. Tendré que seguirla, conocerla. Iré detrás de ella por varios pasillos, subiré con ella escaleras. Llegaremos juntas, abrazadas, a una habitación.


Antes de entrar, dos personas nos detendrán en el corredor. Hablaremos con ellas, les preguntaré por el anfitrión. Entonces se reirán de mí, con estrépito. Caerán al suelo, se retorcerán de la risa.

Será un poco extraño verlas palpitar de ese modo, sacudirse con tal violencia.

Ya dentro del cuarto me será difícil discernir, por la oscuridad, las formas. Pero me daré cuenta de todo: un indiscreto juego tomará lugar. Candelas, por todos lados. Un ruego (no el mío, otro) flotará en el ambiente. Habrá que guiarse con el tacto, acomodarse a los sabores, a las intenciones del rito, que será sin duda un rito lento y oprobioso. De pronto me parecerá ver, inacabado y huidizo, al anfitrión.

Afuera de la habitación. Extenuada, avanzaré por el pasillo. Un teléfono estará sonando con necia, directa insistencia. Me ajustaré, sin fuerzas, el cabello, la ropa.

Entraré a otra habitación. Avanzaré hacia la ventana. Afuera una pareja estará bailando: un señor anciano y una pequeña niña, cada uno con un traje obsoleto y gracioso. Será una visión mágica, una consumación única, aislada. Desaparecerán en la noche, felices, amándose.

Me daré la vuelta: el niño habrá desaparecido asimismo. Perpleja, inmóvil casi, una lágrima. No suelo llorar con frecuencia, pero hoy en la noche lo voy a hacer de forma explícita, sin cansancio.

Encima de un escritorio habrá una fotografía. La tomaré, la observaré de cerca: una fotografía un poco borrosa, no demasiado grande, incompleta en la esquina, pero por alguna razón importante.

Me sentaré un rato. Pensaré en el anfitrión. Sin embargo no llegaré a discernir el motivo de su ausencia, de su distancia. ¿Por qué será imposible encontrarlo en su propia casa?

Llegaré luego a una sala, a una pequeña sala. Un televisor encendido. Imágenes de lugares distantes, pero presentes. La posibilidad global de extensión, de expansión, sin desplazo: la ubicuidad.

Los fogonazos cálidos del televisor me aturdirán: terminaré durmiendo en un sofá. Soñaré con un inmenso bosque, con un inmenso lago y un inmenso bosque. De las ramas de los árboles colgarán muchos listones de muchos colores. Pero no habrá nadie para verlos conmigo; el bosque me parecerá entonces más inmenso, más eterno y más frío.

Despertaré. El televisor estará apagado (¿quién lo habrá apagado? ¿el anfitrión?). Una caja negra estará depositada sobre la mesa, y será la misma caja negra que ya habré visto en algún lugar, en la casa. Sentiré la curiosidad por abrirla y profanar su hermetismo confidente, inagotable. Pero en ese momento alguien me llamará, y tendré que responder a ese llamado sin haber visto el insospechado, y sordo contenido del objeto.

Regresaré a la fiesta. Todos estarán bailando, participando en una forma de felicidad irreprochable, pero intransferible. Pensaré entonces en convertirme para siempre en una imagen específica que esté al margen del tiempo: espacio puro, detenido, sin acción. En convertirme en una imagen que no muera, que no envejezca. Sabré, sin embargo, al mirar la muchedumbre (todavía cambiante, irresuelta), que eso no podrá ser: pasarán paulatinamente los minutos, y el color escarlata será menos denso, y serán menos frecuentes los abrazos, y el anfitrión no aparecerá de ningún modo, por ningún lado.
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Sala de espera by Maurice Echeverría is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International License.