Sala de espera

Esta vez, el niño atrofiado espera en la sala de espera. Hoy le toca terapia con el psiquiatra, y eso mayormente le aburre, pero sobre todo le causa rabia. No obstante, lo tiene que hacer pues así lo dictaminó una orden judicial. Cometió una felonía –bueno, muchas– y el juez lo castigó, y parte del castigo: ir al psicólogo, me lleva la puta madre.

–Me lleva la puta madre, dice.

Todo el mundo en la sala le mira con incomodidad, temor.

Así funciona el sistema.

De todos modos, el niño atrofiado no piensa acudir demasiado con este tipo, el terapeuta, sólo quiere insinuar. Después: desaparecer. Así funciona el niño atrofiado.

Lo que sí es que odia las salas de espera. Por ejemplo, ésta. Las personas que están sentadas en las salas de espera son todas tramposas; usan máscaras, se esconden, acuden la mayoría del tiempo a una personalidad que no tienen; llevan dentro un hilo de pensamientos, pero son pensamientos circunspectos, que no alcanzan a manifestarse nunca en la superficie, en las facciones, en el temperamento; ah, la hipocresía.

Hay que estar de acuerdo con el niño atrofiado. Basta con ver los rostros aciagos, casi sabios y casi pétreos y casi líticos. Pero detrás de los rostros no hay sino confusión y bazofia psicológica, suciedad. Les gustaría decirlo todo, sacar ese fantasma impróspero, gigantesco y catastrófico que les come la entraña, pero no pueden: no son puros o no lo suficiente. Embotados por regulaciones y pliegues, jamás van a lograr concebir un proyecto descomedido, santo, sangriento, monumental.

La filiación con la hegemonía y el poder es demasiado honda, deduce jactancioso el niño atrofiado.

El niño atrofiado es un ente esciente, un inspirado.


En estas cavilaciones está, cuando lo llaman: es su turno de entrar. Entra. Una hora después sale, impávido. El psiquiatra está en su consultorio, está llorando.
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